ELOY ALFARO: EL ESTADISTA Y LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL DURANTE SU SEGUNDO MANDATO 

ELOY ALFARO: EL ESTADISTA Y LA TRANSFORMACIÓN SOCIAL DURANTE SU SEGUNDO MANDATO 

Patriotismo y obra redentora

Llevando en el alma, a modo de fuego inextinguible y sacro de las vestales, un amor sin límites a su patria y la fe más inquebrantable en su misión libertadora se lanzó a la ardua labor de redimir a un pueblo. Y luchó sin tregua ni descanso durante toda su larga existencia, para realizar sus patrióticos y humanitarios votos. Peregrino de la libertad, recorrió la América implorando adhesión y apoyo a la causa santa que defendía, en busca de apoyo a su em-presa, de elementos para derrocar la teocracia ecuatoriana. El Perú, México, Centro América, Venezuela, recibieron al errante campeón de la democracia, y lo honraron como se merecía.

Vencido aquí, triunfante allá, su vida no fue sino un tejido de dolores y esperanzas, de sacrificios y heroicidades, de épicos esfuerzos y sangrientos desastres, sin que jamás el desaliento penetrara en aquel corazón de diaman-tes. Para el impertérrito y convencido varón, la misma gloriosa derrota de Ja-ramijó no fue sino la aurora del triunfo, el vaticinio más seguro de la libertad de la patria.

Y venció en la desigual y sangrienta lucha. La constancia y el valor heroico, la convicción y el patriotismo del caudillo ahogaron la tiranía y la hierocracia, y surgió el Ecuador a la vida de la luz y de la libertad verdadera. Moribundo el monstruo, acometió todavía a su vencedor en múltiples y cruentas convulsio-nes que sembraron de ruinas y escombros nuestro suelo. Mas fueron vanos todos sus furores ante la invencible energía de Alfaro, y la regeneración ecua-toriana siguió su camino triunfal, con aplauso de todas las naciones de Amé-rica.

Pobre, hasta rayar en la miseria, era él mismo, la prueba palpitante de su honradez en el manejo de los caudales públicos y a cada instante ponía en evidencia la perversidad de los que pretendían manchar su proverbial lim-pieza.

Se le creía abandonado y solo, en el furor de la tormenta, pero el pueblo que reacciona siempre en favor de la inocencia oprimida, el pueblo que pal-paba la maldad de los perseguidores del egregio ciudadano que tantos bene-ficios había hecho a la nación, el pueblo que lleva ingénito el sentimiento de la justicia se levantó un día contra los traidores, y colocó de nuevo en el poder, al esclarecido anciano, encomendándole la tarea de llevar adelante la regene-ración de la patria.

Jamás hubo movimiento político más espontaneo ni más rápido. Jamás costó menos una transformación gubernativa en el Ecuador, desde que se eri-gió en nación independiente. La voluntad popular se impuso.

El mérito sobresaliente del caudillo fue reconocido en todos los ámbitos de la república; y la campaña de veinte días consagró la popularidad y el pres-tigio del general Alfaro, a despecho de todos sus detractores.

¿Puede un hombre común, sin inteligencia y sin virtudes, cambiar la faz de un Estado, en el corto lapso de veinte días?

Se dedicó Alfaro a la reforma de las instituciones y a promover el progreso de su país, después de haber combatido con la espada a los mantenedores de prejuicios y preocupaciones, de tiranías y tradicionalismos afrentadores de la humanidad. Y en tan difícil labor manifestó el mismo constante ardimiento, la misma intrepidez incontrastable, la misma fe creadora que cuando cruzaba los mares y las montañas, seguido de sus valientes camaradas, en demanda de la muerte o de la libertad de sus hermanos.

Y las leyes ecuatorianas consagraron la libertad de conciencia y de cultos, del pensamiento y de la enseñanza, de la prensa y de la palabra. Las leyes ecuatorianas colocaron el matrimonio bajo su protección directa, como que es el fundamento y la base de la sociedad. Las leyes ecuatorianas proscribie-ron el fanatismo y la superstición, las penas inquisitoriales y el verdugo. Las leyes ecuatorianas reprimieron el poder eclesiástico y la envenenadora ac-ción del monaquismo. Las leyes ecuatorianas proclamaron la inviolabilidad de la vida y el hogar. En una palabra, despedazaron todos esos hierros con que el interés hierático y la ambición de los déspotas habían maniatado el alma del pueblo ecuatoriano.

Alfaro vio que para cimentar su obra era menester difundir las luces, y multiplicó las escuelas y los colegios, los planteles de artes liberales y de ofi-cios mecánicos, dándoles el sello de establecimientos laicos y libres de toda influencia deletérea. Vio que era menester crear maestros para el día de mañana, propagadores de las nuevas ideas, que en lo sucesivo habrían de regenerar y redimir a la muchedumbre, y fundó las escuelas normales y mandó centenares de jóvenes a Europa y Norte América para que adquiriesen cono-cimientos en todos los ramos del saber humano. Alfaro no limitaba sus afanes al presente: preparaba también trabajadores y apóstoles para el porvenir.

En el orden material, realizó lo que sus antecesores habían tenido por im-posible. Unió, mediante el ferrocarril más atrevido de América, la capital con la costa. Principió otros ferrocarriles destinados a llevar la prosperidad a re-giones abandonadas. Abrió caminos y embelleció ciudades. Construyó pala-cios y fomentó las industrias y el comercio. Cuadruplicó las rentas públicas y restableció el crédito. En fin, sentó las bases de un futuro de prosperidad y de grandeza envidiables para la república.

Alfaro nos dejó un país floreciente y próspero, en que el trabajo contaba con segura protección, la industria con estímulos, el proletario con fraternidad y apoyo; un país que desenvolvía rápidamente sus energías, mostraba al mundo sus ingentes y naturales riquezas aún no explotadas, abría caminos que facilitaran y extendieran su comercio y el beneficio de nuestros fertilísimos campos, de las minas y bosques con que pródiga la naturaleza ha dotado a las comarcas ecuatorianas; un país, en fin, que había entrado de lleno en las vías del progreso y avanzaba a largos pasos anhelando ponerse al nivel de las naciones vecinas, más adelantadas y felices.

Alfaro nos dejó una Nación altiva y pundonorosa, cuyo patriotismo y valor había puesto a raya la ambición de sus vecinos. Nación que en 1910 se puso en pie, como un solo hombre, para defender la integridad del territorio y el honor de la bandera, resuelta a derramar la última gota de su sangre en tan justa como necesaria contienda. Alfaro salvó a la república de aquel peligro, cuando estaba a punto de perder el territorio amazónico, a causa de un fallo arbitral reñido con la justicia. Sin la enérgica actitud del caudillo liberal, sin su ardiente patriotismo e indomable valor, sin esa fe incontrastable en el buen éxito con que procedía en todas sus más difíciles empresas, sin esa tenacidad heroica que sólo él poseía, el Ecuador sería hoy la Suiza de la América, como el ministro de Estado español quería que fuese, y la historia no registraría los gloriosos rasgos que caracterizaron entonces a nuestro pueblo, quien supo colocarse a la altura de los más patriotas y abnegados del mundo.

Alfaro fue el que puso término decoroso al inexplicable tratado Espinosa‒Bonifaz; y sentó definitivamente la doctrina de que no es materia de arbitraje la soberanía sobre territorios necesarios para la vida y desarrollo de la repú-blica. Alfaro fue quien declaró a las potencias mediadoras que, en ningún caso y bajo ningún pretexto, podía el Ecuador ceder ni un palmo de su territorio a nadie y que ni las más poderosas naciones podían intervenir en nuestras con-troversias sobre límites, menos imponernos la manera de solucionarlas. Y hoy vemos con amargura y despecho cercenado en demasía territorio de la patria, con el especioso argumento de la necesidad de cimentar la paz y la armonía con nuestro antiguo aliado del norte, al que no se le desligó, en consecuencia, de la defensa conjunta, a que estaba obligado, no sólo por el interés común, sino también por pactos expresos.  

MARTIRIO Y GRANDEZA MORAL DE ALFARO

Se ha repetido insistentemente por la prensa conservadora y en la placista, que el general Alfaro fue un revolucionario incorregible, luchador de profesión, ambicioso tenaz, enemigo del orden, etc.; pero nada más falso, nada más infundado que este grave cargo que el odio político aduce todavía contra el fundador del radicalismo ecuatoriano.

Cierto es que luchó sin tregua ni descanso durante treinta largos años con-tra la teocracia que oprimía a su patria, cierto es que consumió su fortuna y su vida por extirpar el despotismo conservador que nos había convertido en re-baño de siervos, degradados y sumisos, cierto es que consagró todas sus energías a fundar en el Ecuador una democracia práctica, a elevar a la nación a las alturas de la libertad y el progreso modernos, pero tan gigantesca y patriótica labor, lejos de confirmar el calumnioso cargo mencionado, lo confuta y destruye. En efecto, no puede haber orden sin libertad y justicia, no puede haber paz sin el irrestricto imperio de las leyes y el derecho, y esto es precisamente lo que anhelaba el general Alfaro, esto lo que buscaba a través de sus fatigas y sacrificios en aquella prolongadísima campaña contra el despotismo. Buscaba la paz y el orden y la paz dignos de un pueblo libre y conforme a la civilización del siglo.

Nadie acaso como yo puede testificar el horror que Alfaro tenía a las revoluciones, puesto que fui depositario de sus importantes secretos, relativos a subvertir el orden, durante el gobierno del general Plaza. Muchas veces tuvimos todo preparado y a punto para derrocar al ingrato, muchas veces llegamos a contar aun con buena parte de la fuerza armada que no dejaba de querer y venerar al Viejo Jefe que había creado el ejército, pero todas nuestras gestiones venían a escollar siempre en la porfiada negativa de Alfaro, en su firme propó-sito de no librar jamás la suerte del país al azar de las armas, en una contienda civil, por justa que pareciese.

Haré notar aquí que ni un momento, en su larga vida política, abandonó Al-faro la idea de que moriría asesinado. Era en él, no sólo un presentimiento, sino la convicción profunda de que la misión que se había impuesto no podía tener otra terminación que el martirio. Por lo mismo que para realizar sus ideales patrióticos, había de herir, tanto los arraigados intereses de los antiguos dominadores del pueblo, con las concupiscencias de los ambiciosos que se apresurarían a querer recoger el fruto de las victorias del radicalismo e imponerle nuevas cadenas a la república.

Varias ocasiones intenté combatir esta que yo llamaba preocupación, pero en vano. Le vi al Viejo plenamente convencido de su destino, contemplarlo como si lo tuviera ya delante, con serenidad y aun pudiera decir con satisfacción, cual si fuera el premio único que aguardaba, y que habían de discernirle sus propios enemigos, ¡los que, creyendo vengarse, le abrirían las puertas de la inmortalidad!

Cuando se halló casi agonizante con su afección cardiaca en 1909, sin duda comprendiendo mis temores de un próximo y fatal desenlace, me dijo son-riendo tristemente:

–Amigo mío, no se aflija Ud.: aún no ha llegado la hora, y esto pasará. Y luego, bajando la voz agregó: ¡Yo moriré asesinado!…

Esta clara visión de su porvenir lo presentaba inconmovible y sereno a to-das las mudanzas de la fortuna, y lo hacía superior aun a los achaques de su envejecida naturaleza. Esa alma vigorosa y convencida de su misión, contemplaba los mayores peligros sin alterarse. Y no tenía más mira ni otro móvil en sus actos, que el cumplimiento del deber que sobre ella pesaba, en orden a la suerte y progreso de la patria. Si Alfaro, al principio de su carrera política, tuvo nobles ambiciones, anhelos de gloria, de aplauso popular, de mando y poder, en los últimos años de su vida aun esos sentimientos habían ya enmudecido. Para él no había ya otro deseo que seguir adelante en su camino, laborando preferentemente por el bien común y la felicidad ecuatoriana, con la fe firme de que, al término de su redentora misión, toparía indefectiblemente con la cruz, que le estaba reservada, pero también lleno de esperanza en que la posteridad le haría justicia y lo contaría entre los grandes mártires del deber, entre las nobles almas que voluntariamente se ofrecen como sacrificio para la prosperidad y ventura de los pueblos.

González Suárez ha dicho que Alfaro tenía ribetes de grande hombre y yo afirmo que la naturaleza le había dotado de tan extraordinarias prendas, que en un teatro más vasto se habría elevado a inconmensurable altura. Alfaro, en su cuerpo desmedrado y pequeño, encerraba un alma de gigante, alma de héroe y tratadista de visión luminosa, alma cuyos quilates sólo podrá apreciar la posteridad, libre ya de los prejuicios y pasiones del presente.

Su concepción filosófico-religiosa

Alfaro no era católico: alma elevada y enérgica, ilustrada e independiente, estaba muy por encima de esas creencias inventadas por el sacerdocio, de esos dogmas incompatibles con la razón y de los que, ni la teología que los creó, puede darse cabal idea. En fin, de ese aglomeramiento de supersticiones y va-nas prácticas que componen el fondo y el ropaje de las religiones que decimos positivas. Alfaro era superior a todo esto, pero no he conocido otro más pro-fundo y sinceramente religioso.

Para Alfaro Dios se mostraba luminoso y visible en todo el universo: ¿cómo podían dejar de verlo y conocerlo unos seres dotados de razón y sentimiento, que constituyen los más perfectos órganos de visión para el espíritu? La acción providencial de igual manera: él veíala extenderse munífica y acuciosa a las menores palpitaciones de la vida, a la más insignificante transformación de los fie-les, a los más imperceptibles cambios de la naturaleza: ¿quién no contempla, ¿quién no siente, ¿quién no admira estos paternales cuidados del bondadoso Creador de las cosas? Ciegos o criminales los que niegan la providencia, sin cuyo sostén desplomaríase la creación en un instante y se restauraría el impe-rio del caos.

De esta firme creencia deducía la necesidad de reconocer y venerar a la divinidad, tributándole homenaje perpetuo, ora de nuestra gratitud en la prosperidad, ora de humilde resignación en la desgracia, sentimientos que debían nacer del amor y expresarse siempre por un acto de ardiente adoración al Ser Infinito, de cuyas manos lo recibimos todo.

Dios, como padre común, ha establecido la ley de fraternidad y solidaridad entre los hombres y, de consiguiente, el respeto recíproco a todo derecho, la sumisión a toda justicia, la compasión a todo padecimiento, la indulgencia a toda flaqueza, el perdón a toda injuria, el socorro y la caridad a todas las necesidades. He ahí el código moral divino, inalterable, universal, eterno, para la familia humana, y cuyo quebrantamiento produce esos desequilibrios que llamamos vicios, delitos y crímenes que, a su vez, engendran las desventuras priva-das y públicas que tan frecuentemente lamentamos.

El hombre no muere totalmente: su envoltura natural se deshace, ya cumplida la misión de cada uno sobre la tierra, pero el alma sobrevive y es responsable de sus actos ante la Justicia infinita que jamás falta ni se engaña.

Jesús fue verdaderamente el redentor del humano linaje: el Evangelio, la luz y la vida, la fuente de la libertad y la civilización del mundo, pero la teología y la ambición sacerdotal tomaron otro camino diametralmente opuesto al del Mesías, hasta extraviar y falsificar el cristianismo.

He aquí la filosofía religiosa y moral de Alfaro, tal cual pude conocerla en varias íntimas conversaciones sobre la materia. Y a estos principios arreglaba todos sus actos con un fervor y disciplina de verdadero creyente. Tenía mucho de ese fatalismo teológico que todo lo hace depender de la voluntad divina. Y tan persuadido de su misión que se abandonaba en manos de la providencia, si bien nunca dejó de poner todos los medios necesarios a la consecución del fin que esperaba confiado.

En su vida privada, ejemplo de virtudes y de hidalgo comportamiento. En la vida pública, modesto a pesar de su gloria, magistrado sin tacha y modelo de buenos ciudadanos: ese era Eloy Alfaro.

La ingratitud con el reformador de la patria

El general Alfaro supo lo que significa descender del poder: el anciano ilustre sufrió todas las injusticias de sus conciudadanos, todas las deslealtades de sus más favorecidos, todos los ruines ataques con que la cobardía y la vileza hieren y agobian al caído; y, sin embargo, se mantuvo siempre grande en me-dio del infortunio, siempre inconmovible y en alto, como roca vanamente combatida por las olas tempestuosas del océano.

El hombre mismo a quien elevó al poder, lo vendió y escarneció villana-mente: se mancomunó con los enemigos de su benefactor y no perdonó me-dio, por indigno que fuese, para atormentarlo y cubrirlo de baldón.

Los más encarnizados verdugos del general Alfaro le debían su existencia política: los había levantado del polvo convirtiéndoles en hombres públicos, sin que lo merecieran.

Los que a diario le hartaban de improperios y lo calumniaban de todos modos, le habían incensado de rodillas y cantado loas sin descanso.

Los que pedían el destierro y aun la muerte para el Regenerador de la Re-pública, fueron los mismos que le habían servido incondicionalmente, pero que después, creían necesario ganarse el pan con la traición y la felonía.

Miserias comunes en la historia de los pueblos, mas los traidores al caudillo liberal, esmeraron de tal manera la negrura de sus infamias, que ellos mismos se grabaron el estigma indeleble de Caín y de Iscariote.

La traición y la ingratitud unidas al odio implacable del clericalismo vencido formaron aquella tempestad que azotó furiosa al Viejo Luchador, durante largos años, sin conseguir abatir su noble frente, siempre levantada y serena, a pesar del huracán y del rayo.

Eloy Alfaro fue el sostén del pobre, el defensor del oprimido, el corazón siempre abierto para todo el que acudía en demanda de justicia o misericordia. Muchos eclesiásticos fueron protegidos por él: y un obispo santo, el ilustre Miguel León, víctima del odio de su clero rebelde, fue honrado por el radical Alfaro, quien costeó con esplendidez aún sus funerales. Las severísimas costumbres de Alfaro, el ardor de su patriotismo, el valor y entereza que des-plegaba en todas sus empresas cívicas, el genio político que manifestó en toda su vida, la decidida protección al menesteroso y al indio desvalido –ese paria de la América española–, su miramiento por la honradez trabajadora, el afán por la instrucción popular y el progreso del país, sus grandes obras públicas, etc., lo colocan por encima del dicterio y la calumnia con que los secuaces del vencido clericalismo, han pretendido amenguar el esplendor y la magnitud de los méritos de Alfaro.

Pero cometió un gran crimen, que el tradicionalismo no perdona, que per-sigue aun en el fondo de la sepultura, que castiga impíamente con la profanación del inanimado polvo de los delincuentes. Alfaro fundó el liberalismo en el Ecuador, en una república que dormía el sueño de la muerte en brazos del fanatismo y la superstición, arrullada por el sonido de las cadenas con que la habían abrumado sus tiranos, durante una larguísima dominación nefanda. Repercutieron los dolores de la patria en el alma noble de Alfaro, y juró redimirla o morir en la contienda. Desde entonces lo sacrificó todo a su patriótico empeño.

En nuestras incipientes nacionalidades –hervidero de odios y ambiciones sin freno– descender del poder es partir al ostracismo o subir a la cruz. Es colocarse de blanco a todos los tiros y saborear todas las amarguras, es que-darse fuera de las leyes, y excluido hasta de esos miramientos que los pueblos cultos dispensan a sus más grandes enemigos.

Casi nadie se acerca al caído, casi nadie recuerda sus beneficios, casi nadie confiesa que, en mejores días, le colmó de elogios, casi nadie reconoce sus méritos y sus virtudes.

Solitario, cruza el gran proscrito su camino de espinas, bajo la cobarde lluvia de infames denuestos, en medio de la grita infernal de las pasiones desala-das. Y para no doblar la frente en situación tan dolorosa, se necesita en ver-dad, tener el alma de acero y de diamante.

Mostrarse altivo y sereno ante la injusticia de los hombres, alargar son-riente la mano a la copa de cicuta, castigo nefando a la virtud y a la sabiduría, abrumar con olímpico desprecio a los villanos que abofetean impunemente al caído, tirar con desdeñosa conmiseración al amigo que traiciona, o avergüenza de manifestarse leal y agradecido, sublimar la ciencia hasta el heroísmo, y sufrirlo todo, apelando al recio juicio de la posteridad, ciertamente, es propio sólo de esos varones superiores, acrisolados por las virtudes y dignos de la inmortalidad.

¿Cuántos, cuántos son los que pueden resistir tan terrible prueba y salir del llameante crisol, dignos de la Humanidad y de la Historia?

La inmolación del caudillo

Alfaro no tomó parte activa en la revolución del general Montero, limitando su injerencia al papel del mediador entre los contendientes, temeroso de que el tradicionalismo levantara cabeza, aprovechándose de la lucha de dos fracciones liberales. Mas, la felonía, y la ingratitud de los mismos a quienes había sacado de la nada, la desenfrenada ambición y rastreras pasiones de hombres que ansiaban adueñarse de la república, vieron una oportunidad de suprimir el mayor obstáculo para el logro de sus desaforados anhelos. Y le tendieron el lazo de una capitulación, en la que se garantizó la seguridad personal de Montero y sus partidarios, empeñando la fe nacional y el honor de quienes acordaron y suscribieron aquel falaz y pérfido documento. Sin ningún respeto a la inviolabilidad del pacto el general Montero fue sometido ese mismo día a un simulacro de juicio, y bárbaramente asesinado a la vista de sus jueces, en el recinto del tribunal, y su cadáver sirvió de pasto a fieras humanas, las que se entregaron a un festín de caníbales, sin que nadie reprimiera tan salvajes horrores.

Eloy Alfaro, Ulpiano Páez, Manuel Serrano, Medardo Alfaro, Luciano Coral, que no habían participado en la revolución, fueron también aprehendidos y enviados a Quito, por un refinamiento de astucia cruel a fin de que cayesen en manos de sus más implacables enemigos, y a ciencia cierta de que serían indefectiblemente sacrificados.

Mientras tanto, la prensa oficial y la llamada católica, enfurecían a las turbas de la manera más inmoral y artera. Oradores callejeros despertaban los atavismos de barbarie en el populacho de la capital, con diarios discursos maratistas, en los que invocaban los santos nombres de religión y patria. Se pre-dicaba sin embozo el asesinato de los liberales y masones, enemigos de Dios.

En fin, se familiarizaba de todos los modos a las muchedumbres fanáticas con las sangrientas y trágicas perspectivas de un crimen espantoso.

Todos los adversarios de Alfaro se aliaron para perpetrar las canibalescas atrocidades del 28 de enero de 1912. Los unos por ambición del poder, los otros por venganza religiosa, pero todos impelidos por esa proclividad sanguinaria que caracteriza a las primitivas tribus salvajes. Soldados del batallón 83 de reserva, al mando de un capitán Yela, asesinaron cobardemente al egregio anciano, en una celdilla de la penitenciaría y su cadáver fue entregado a una turba fanática y ebria que, azuzada por ciertos frailes, deshonró la república con actos propios de caribes, a los gritos de ¡Viva la Religión!, ¡Viva el Corazón de Jesús!, ¡Mueran los Liberales y los Masones!

Y no hubo un sacerdote que alzara la voz en defensa de las víctimas, un sacerdote que volviera por la moral y la civilización holladas, un sacerdote que sostuviera el esplendor de la religión misma, evitando que un populacho soez la mezclara en una iniquidad inaudita. El jefe de la iglesia ecuatoriana pudo obstar los asesinatos y la profanación de los cadáveres; pero no lo hizo, no le plugo hacerlo. “Oculto tras de una cortina, miré aquel espectáculo” –confiesa ese prelado, en carta a un sacerdote, que anda impresa. Oculto, ¿por qué? ¿Falta de amor, de caridad para el prójimo en peligro de muerte? ¿Temor ruin de morir o ser ultrajado en el cumplimiento de un santo deber? “Aprended de mi –dice Jesús–: yo soy el buen pastor que da la vida por sus ovejas”.

¡Cuán lejanos los tiempos en que los discípulos de Cristo, ardiendo en amor al prójimo, se constituían generosamente en escudo del débil, contra el furor de las multitudes, o la crueldad de los tiranos! ¡Cuán remota la época en que Juan Crisóstomo volaba en auxilio de Eutropio, su enemigo feroz y perseguidor de la iglesia: ¡lo arrancaba de manos de la enfurecida multitud, con inminente peligro de su vida, lo amparaba con su santidad, y asilaba en el santuario inviolable, reputando este acto de heroica caridad, como el mayor triunfo de la religión! ¡Cuán lejanos los gloriosos tiempos en que las enseñan-zas de Jesús se mantenían vivas, y los sacerdotes no trepidaban, en practicar-las!

Un grito de horror se dejó oír en todos los pueblos civilizados y la protesta mundial no tardó en caer, como lluvia de fuego, sobre los que tan nefanda-mente habían pisoteado la humanidad y la civilización en nuestra infortunada patria.

La conciencia ecuatoriana, enmudecida al principio por el terror, reaccionó presto, y execró a los asesinos, señalándolos con la marca indeleble de Caín. ¿Y este crimen atroz fue venganza divina, obra de un Dios de amor y clemencia, de perdón y misericordia? Afirmarlo, sería blasfemar, sería atribuirle al Omnipotente las pasiones de los hombres y colocarlo muy por debajo de las almas nobles, que perdonan las injurias y le abren los brazos al enemigo. Decir que la victimación de Alfaro fue acto de divina venganza, sería declarar santo el asesinato, santa la profanación de cadáveres humanos, santa la antropofagia, con que se mancha el populacho quiteño ya que todos los ac-tos de Dios llevan el sello de la santidad. Y convendría no olvidar el conocido aforismo de que, quien aprueba un crimen, se manifiesta por el misino hecho, capaz de haberlo cometido.

Si calumniar a los vivos en un delito, injuriar a los difuntos es añadir la cobardía a la delincuencia. “No digas de los muertos, sino lo bueno”; era una máxima de la sabiduría egipcia, máxima generosa, diríamos hidalga, porque el dicterio impune, por dirigirlo a quien ya no puede defenderse, toma el negro tinte de la ruindad más execrable.

Pero el rencor de los fanatismos y de las tiranías es inmortal: no perdona jamás al que ha tenido la osadía de herirlos. Alfaro, invencible con la espada en la diestra, fue sin cesar combatido por la calumnia y el dicterio, por la difamación soez y el insulto villano. la traición y la envidia se aliaron para abrir abismos a los pies del Reformador. El odio hierático ardía como incendio entre las inflamables turbas, y las ambiciones más rastreras soplaban a la continua en aquel fuego preparado para devorar al vencedor de la teocracia. –Me asesinarán –me dijo varias veces‒ ¡pero mi sangre los ahogará y cimentará el liberalismo!

Toda misión redentora es predestinación al martirio y Alfaro se veía desde mucho antes dentro de esa como penumbra que proyectan siempre los pensamientos funestos. A Eloy Alfaro le faltaba también el martirio, su misión habría carecido del sello grandioso sin el trágico fin de todos los benefactores del linaje humano.

Grande por sus hechos y servicios a la patria, grande por sus virtudes personales, necesitaba el pedestal de los grandes hombres, sobre el que se yerguen y dejan admirar de todas las posteriores generaciones. Alfaro, sin el horroroso martirio del 28 de enero de 1912, acaso se habría confundido con otras celebridades nuestras que, a pesar de sus méritos no han conseguido conquistarse la primera fila en la historia de su país….

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