LOS PROCESOS ELECTORALES CARACTERIZAN A LAS DEMOCRACIAS OCCIDENTALES Y CRISTIANAS

LOS PROCESOS ELECTORALES CARACTERIZAN A LAS DEMOCRACIAS OCCIDENTALES Y CRISTIANAS

Como han señalado diversos pensadores, el ejercicio de la democracia no se reduce a las prácticas electorales. No obstante, la democracia moderna es inconcebible sin una íntima asociación con las elecciones, a tal grado que el indicador fundamental de las sociedades democráticas es la realización de elecciones libres. Con la consolidación de la democracia se ha registrado una expansión espectacular del fenómeno electoral, que hoy tiene amplias manifestaciones en gran parte de las naciones. Podemos apreciar claramente un proceso en el que lo electoral ha ocupado una parte importante del espacio de lo político, dando lugar a que en muchos países los comicios sean, para la mayoría de los ciudadanos, la forma privilegiada de relacionarse con la política.

La función de los procesos electorales, como fuente de legitimidad de los gobiernos que son producto de ellos, ha crecido en los ámbitos nacional e internacional. En los años recientes se ha manifestado el reconocimiento mundial a las transformaciones políticas de algunas naciones en las que los procesos electorales han jugado un papel relevante. En contraparte, se muestra el rechazo a los cambios políticos logrados por medios no institucionales como los golpes de Estado, en los que la violencia ocupa un lugar central.

En tanto que las elecciones son la forma legal por antonomasia para dirimir y disputar lo político en las modernas sociedades de masas, el fenómeno electoral adquiere una relevancia y una complejidad crecientes, que han captado la atención de políticos e intelectuales que reconocen la necesidad de especializarse para enfrentar con eficacia la práctica o el análisis electorales. Esta complejidad ha implicado que en ocasiones los procesos y los sistemas electorales sean percibidos como relativamente distantes por el ciudadano común. No obstante, la información y el conocimiento de lo electoral, no sólo por parte de los especialistas, sino también de los ciudadanos, es una condición indispensable para la consolidación democrática.

 Mucho se ha hablado de la importancia que dentro de la democracia tienen los procesos electorales y la concurrencia de los ciudadanos a las urnas en los regímenes políticos en que más de un candidato o partido contienden por el poder público. Ciertamente, las elecciones constituyen uno de los instrumentos clave en la designación de los gobernantes, la participación política de la ciudadanía, el control del gobierno por ella y la interacción entre partidos o grupos políticos. La democracia moderna no podría funcionar sin los procesos electorales. Y también las elecciones pueden convertirse eventualmente en un instrumento para transformar un régimen no democrático en otro que sí cubra suficientemente las características de ese modelo político.

 En el presente trabajo analizaremos las funciones básicas que cumplen los procesos electorales en los regímenes democráticos, y la forma en que están vinculadas con las instituciones y procedimientos democráticos, así como con los partidos políticos. También se hablará de los tipos de elecciones en diferentes partes del mundo democrático, y la relación de sus distintos diseños con el sistema político en general.

 Se hablará, asimismo, de las condiciones en que los ciudadanos se sienten motivados para participar electoralmente y cuándo prefieren abstenerse de hacerlo. Y, finalmente, se tratarán las consideraciones generales del electorado para orientar su voto en favor de algún partido o candidato en particular.

                 I. ¿PARA QUÉ LAS ELECCIONES?

 ¿Cuáles son los propósitos básicos de los procesos electorales en un sistema democrático? Se ha insistido en que las elecciones en sí mismas – es decir, el acto de votar – no tienen en realidad mucha importancia para la vida democrática de un país. Que lo fundamental es la existencia de otras instituciones y prácticas democráticas, como la separación de los poderes estatales (el Ejecutivo, el legislativo y el Judicial), el cumplimiento de un Estado de derecho. En realidad, estas condiciones, tanto como la existencia misma de elecciones libres y equitativas, constituyen los medios más adecuados para cumplir los fines de una democracia política. Al decir de los clásicos de la doctrina democrática (desde Nicolás Maquiavelo hasta los fundadores de la Constitución norteamericana, pasando por John Locke), el fin último de la democracia política es prevenir, dentro de lo posible, el abuso de poder por parte de los gobernantes frente al resto de la ciudadanía.

 La democracia política moderna es un sistema de gobierno en el que los ciudadanos pueden llamar a cuentas a los gobernantes por sus actos en el dominio público, a través de la competencia y cooperación de sus representantes electos.

 Es decir, la elección permite, en primera instancia, poner en competencia a distintos aspirantes a diversos cargos de elección popular, lo que, por un lado, los incentiva a cumplir con el mandato de su electorado y a promover sus intereses generales, para así conservar su apoyo político. Al mismo tiempo, los gobernantes de distintos partidos se vigilarán mutuamente para detectar irregularidades o anomalías de sus rivales, lo que eventualmente les permitirá ganar ventaja política sobre ellos. Finalmente, como los gobernantes se saben vigilados, y saben que su poder está condicionado por el tiempo y por su gestión, se sentirán inhibidos para incurrir en irregularidades o transgresiones a los límites legales que se imponen a su autoridad. Esta concepción parte de las siguientes premisas:

           a) Que es inevitable dar cierto poder de decisión a un individuo o grupo de individuos, ante la imposibilidad de que una sociedad entera pueda alcanzar tales decisiones de manera unánime, adecuada y oportuna. El liderazgo se considera inevitable en las sociedades humanas, incluso en las más pequeñas, pues las decisiones que afectan a todos los miembros difícilmente se pueden tomar por unanimidad o por consenso.

 Este principio cobra mayor validez en tanto que las sociedades crecen en tamaño y complejidad. Por lo mismo, al nacer los Estados modernos (o países), los teóricos de la democracia vieron la necesidad de que surgieran representantes del pueblo que serían investidos de poder decisorio en materia colectiva y nacional, pues de otra forma la sociedad sería imposible de gobernar. Pero el poder conferido a los gobernantes, así sean formalmente representantes del pueblo (en regímenes democráticos), podría ser fácilmente utilizado también para favorecer sus intereses particulares, por encima del resto de la comunidad. Esto nos lleva a la siguiente premisa.

                b) La mayoría de los hombres, sean ciudadanos simples o gobernantes, tienden a buscar su propio interés y a satisfacer sus deseos y necesidades, incluso cuando para ello tengan que pisar o soslayar el derecho y las necesidades de otros congéneres. Desde luego, hay diferencias sustanciales en cada individuo, y hay algunos a los que no se aplica en absoluto ese principio, pero en general se considera que tales casos son excepcionales. Así, al investir de poder a algunos individuos para que tomen las decisiones sociales, existe el grave riesgo de que abusen de tales poderes para colmar sus propias ambiciones, incluso a costa de afectar las necesidades y derechos de sus gobernados.

 En ese sentido, la historia mundial enseña que son pocos los que, pudiendo beneficiarse personalmente del poder, no lo hacen por motivos morales, de altruismo u honestidad política. La gran mayoría de los individuos, si pueden beneficiarse personalmente de su poder, afectando los intereses de los ciudadanos comunes, y sin que por ello sean castigados de alguna forma, lo harán. Por ello, Maquiavelo nos advierte:

Los hombres hacen el bien por fuerza, pero cuando gozan de los medios de libertad para ejecutar el mal todo llenan de confusión y desorden… el reino cuya existencia depende de la virtud (moral) de quien lo rige, pronto desaparece. Consecuencia de ello es que los reinos que subsisten por las condiciones personales de un hombre son poco estables, pues las virtudes de quien los gobierna acaban cuando éste muere, y rara vez ocurre que renazcan en su sucesor. 2

Por ello, dice el historiador florentino, conviene partir de la posibilidad de que los gobernantes intentarán, en su mayoría, utilizar su poder para colmar sus deseos, aunque para ello tengan que pisar los intereses de sus súbditos o conciudadanos.

En principio, puede verse que hay una contradicción entre las premisas y necesidades anteriores: se hace necesario dotar de poder a uno o pocos individuos para que resuelvan el problema de tomar decisiones de manera oportuna, pero ese mismo poder fácilmente puede ser mal utilizado, con lo que la comunidad general (es decir, los gobernados) puede ser gravemente perjudicada. La democracia propone una forma de organización en la cual ese riesgo puede disminuir significativamente: por un lado, otorga cierto poder a quienes han de gobernar la nación, pero no es un poder absoluto, sino limitado. A la par, se otorga poder también a otros actores, que podrán así vigilar a los gobernantes y contenerlos, de modo que no incurran en perjuicio de los gobernados, aunque así lo deseen.

Por lo mismo, el concepto de «responsabilidad pública» de los gobernantes es central para entender la democracia y distinguirla de otros regímenes que no lo son. La responsabilidad pública se refiere a la capacidad de las instituciones políticas para llamar a cuentas a los gobernantes a propósito de decisiones inadecuadas que hayan tomado o de abusos de poder en contra de la ciudadanía. Cuando tal capacidad institucional existe, se puede lograr un buen equilibrio entre la capacidad del gobierno para tomar decisiones oportunas (gobernabilidad) y la capacidad de otras instituciones para limitar o frenar el poder de aquél, de modo que no exceda su autoridad en perjuicio de la ciudadanía (responsabilidad pública).

En particular, la responsabilidad pública de los gobernantes puede dividirse en legal y política: la legal castiga la transgresión, por parte del gobernante, de los límites que la ley impone a su autoridad, y la política se refiere al costo de haber tomado decisiones inadecuadas o negligentes; en tal caso, es posible remover del cargo al responsable o sustituir en el gobierno a un partido por otro. Pero para que la responsabilidad pública pueda considerarse dentro de los parámetros de un orden democrático, tiene que cumplir las siguientes condiciones:

                a) Que la iniciativa para aplicarla surja por voluntad de la propia ciudadanía, sus representantes o sus agentes. Es decir, que pueda aplicarse desde abajo, pues hay regímenes autoritarios o despóticos cuyo líder aplica cierto tipo de responsabilidad a sus subordinados, pero no siempre cuando la ciudadanía así lo pide, ni a partir de criterios que concuerden con los intereses de la comunidad civil.

                 b) Que alcance a todos los niveles del gobierno incluyendo, desde luego, al más encumbrado. Es decir, quienes tienen más capacidad de decisión son (o deberían ser) automáticamente más responsables de su actuación política, o susceptibles de ser llamados a cuentas por sus decisiones.

En algunos regímenes poco democráticos, la ciudadanía quizá pueda llamar a cuentas a algunos de sus gobernantes de bajo nivel (alcaldes, por ejemplo), pero bajo ningún concepto puede hacerlo respecto de la cúpula política.

                c) Que pueda ejercerse este derecho ciudadano por vías institucionales, es decir, a partir de los acuerdos y procedimientos vigentes y eficaces, de modo que llamar a cuentas a un gobernante no implique grandes costos para la ciudadanía. En un régimen no democrático también es posible llamar a cuentas a los gobernantes, incluso al más encumbrado de ellos, pero no habiendo palancas institucionales para hacerlo, el costo que la ciudadanía debe pagar por tal acción suele ser muy elevado, como es el caso de una revolución, una insurrección o una guerra civil, lo que normalmente exige una cuota más o menos elevada de vidas y sangre.

Los procesos electorales juegan un papel clave en el cumplimiento de uno de estos dos tipos de responsabilidad de los gobernantes: la política. A través de los comicios es posible sustituir pacíficamente a un partido o candidato que por cualquier motivo haya caído de la gracia de sus electores, y de esa forma castigar alguna mala decisión de su parte. El hecho mismo de que los gobernantes, sujetos a la ratificación periódica de sus cargos, sepan que el electorado puede en cualquier momento retirarles su favor, los obliga en alguna medida a moderarse en el ejercicio del poder y a tomar en cuenta la opinión y demandas de sus electores. De lo contrario, perderán los privilegios, aunque limitados, que su respectivo cargo les confiere.

Este medio indirecto de control por parte de la ciudadanía hace más conveniente para el gobernante en cuestión gobernar bien para el pueblo, pues en tales condiciones sabe que su negligencia o prepotencia se castigará con su remoción. En parte por eso, las elecciones en los países democráticos se hacen con una periodicidad regular, que permite a la ciudadanía hacer una evaluación del papel de su representante (o presidente, cuando es el caso), y así poderlo ratificar en su cargo o sustituirlo por otro aspirante. En regímenes donde no hay elecciones, o éstas no cumplen eficazmente su función de control, los gobernantes se ven eximidos de ser llamados a cuentas políticamente, y por tanto pueden caer más fácilmente en la tentación de abusar de su poder, pues saben que tienen garantizado su cargo, independientemente de cómo gobiernen y en favor de quién.

Lo mismo ocurre cuando un mismo partido puede eternizarse en el poder, sin posibilidad institucional de ser reemplazado por otro partido. Por lo mismo, resulta falaz desde una perspectiva democrática el argumento de Fidel Castro, líder de Cuba desde 1959, en el sentido de que en su país tuvo lugar una elección «armada» en ese año, para colocarlo en el poder, y que con eso bastaba para quedarse en él permanentemente. El hecho de que la ciudadanía haya otorgado su apoyo a un candidato o partido en un momento determinado no asegura que después de cierto tiempo tal apoyo vuelva a brindarse.

Ello dependerá de la buena o mala gestión del gobernante o del partido. Muchos gobernantes no logran superar la prueba del ejercicio del poder, o bien después de años caen en diversos vicios, conductas extremistas o abusos, lo que los incapacita para seguir dirigiendo un buen gobierno, aunque así lo hubieren hecho durante algún periodo. De ahí la necesidad e importancia de que las elecciones se celebren de manera regular y periódica. Si el partido en el poder gobierna bien, no tendrá problemas para ser ratificado. Un ejemplo de ello es el Partido Liberal-Democrático del Japón, que gobernó durante 38 años ininterrumpidos (de 1955 a 1993).

La otra parte de la definición aquí utilizada de democracia política propone que las elecciones cumplen con otra función política importante en las sociedades modernas. Como éstas son multitudinarias y complejas, se hace imposible que todos sus miembros tomen parte directamente en el proceso de toma de decisiones colectivas. Hay desde una    imposibilidad física (no existe manera de reunir a todos los ciudadanos en un solo lugar para que debatan y voten), hasta un obstáculo técnico para ello (la enorme dificultad para que tantos individuos se pongan de acuerdo y tomen finalmente una decisión). En sociedades y agrupaciones muy grandes, el intento de que los miembros tomen directamente todas y cada una de las decisiones que exige su buena marcha provocaría con toda seguridad la parálisis.

De modo que en los Estados modernos se fue desarrollando poco a poco la llamada democracia representativa, consistente en que la masa de ciudadanos pueda nombrar a sus representantes, para delegar en ellos la facultad de tomar las decisiones pertinentes a través de una contienda electoral. Estos representantes deberán tomar en cuenta los intereses y deseos de sus representados, si quieren que éstos vuelvan a ratificarlos en el puesto, el cual tiene derecho a  ocupar sólo por un tiempo determinado. Si su gestión resultó satisfactoria para sus electores, éstos podrán confirmarlo por otro periodo más, y así sucesivamente, hasta que el representante no desee continuar en el cargo, o que su electorado decida en algún momento sustituirlo por otro, lo cual suele ocurrir cuando su desempeño político resultó ineficaz o cuando se le descubrió algún abuso de autoridad.

Las elecciones permiten así que la ciudadanía pueda ejercer un control mínimo sobre sus respectivos representantes y, de esa forma, reducir las posibilidades de que éstos actúen por su cuenta en detrimento del interés de sus representados.

En varios países democráticos, la democracia representativa suele combinarse con una forma de «democracia directa», a través del sometimiento de algunas decisiones de primera importancia a la ciudadanía, a través de las figuras del plebiscito o el referéndum, procesos en los que los electores pueden incidir directamente. Pero de nuevo, sería imposible y sumamente desgastante que todas las decisiones fueran tomadas por estas vías (si bien países como Suiza recurren a ellas con gran frecuencia). El plebiscito y el referéndum son, en todo caso, formas de participación electoral que contribuyen a reducir la brecha entre los intereses de los gobernantes y los de los gobernados.

LEGITIMIDAD Y ELECCIONES

Otro vínculo importante entre elecciones y democracia reside en la posibilidad de que la ciudadanía elija como sus gobernantes a los candidatos y partidos de su preferencia. Además de los mecanismos ya explicados para hacerlos responsables política y legalmente, es más fácil lograr su legitimidad cuando los ciudadanos tienen la facultad de decidir quién los va a gobernar que si son designados por otros a partir de cualquier otro criterio, distinto del de la voluntad popular, como pueden ser el derecho divino de los reyes, el derecho de sangre y la herencia familiar, el poder económico o la fuerza de las armas. La legitimidad de los gobernantes electos directamente por los ciudadanos contribuye, además, a mantener la estabilidad política, pues la conformidad de los individuos suele ser mayor.

Los procesos electorales constituyen, pues, una fuente de legitimación de las autoridades públicas. La legitimidad política puede entenderse, en términos generales, como la aceptación mayoritaria, por parte de los gobernados, dé las razones que ofrecen los gobernantes para detentar el poder. En este sentido, la legitimidad es una cuestión subjetiva, pues depende de la percepción que tengan los ciudadanos acerca del derecho de gobernar de sus autoridades. Sin embargo, la legitimidad específica que prevalezca en un país determinado y en una época concreta depende de múltiples variables sociales, económicas, culturales y políticas, todas ellas surgidas en un devenir histórico particular.

Así, en ciertas condiciones históricas, es más probable que algún tipo de legitimidad (o legitimidades) surja y se imponga en el escenario político. Con el tiempo, y a partir de acciones políticas concretas, de la evolución del pensamiento político y del desarrollo de

 la sociedad, un tipo de legitimidad, por muy arraigado que haya estado, puede minarse poco a poco hasta perder su influencia, y es entonces que será sustituido por otra legitimidad.

Desde luego, es posible que más de una legitimidad se combine para fortalecer el derecho de un régimen determinado, pero es difícil pensar que legitimidades de origen totalmente incompatible puedan convivir y complementarse. Por lo general, varias legitimidades pueden interactuar a partir de algunos principios comunes. Por ejempío, la legitimidad por derecho divino puede combinarse con aquella emanada de la creencia en el control de   fuerzas sobrenaturales, mágicas o del contacto con espíritus. También la herencia de la sangre puede complementar a la fuerza como base de autoridad. Así, conforme surgió la sociedad moderna, un concepto central fue imponiéndose como fuente básica de la legitimidad política: la soberanía popular, entendida como la expresión mayoritaria de la voluntad de los gobernados.

 En otras palabras, poco a poco se impuso el principio según el cual los gobernantes sólo tendrían derecho a serlo porque la mayoría de los gobernados así lo aceptaba.

  Las razones de riqueza, fuerza militar, abolengo familiar, poderes mágicos o vínculos con la divinidad, entre otras, dejarían de ser consideradas como válidas para justificar el ejercicio del poder.

  La soberanía popular pudo expresarse a través de diversas modalidades, que permitieron legitimar a una variedad de regímenes políticos de la modernidad. Así, el ejercicio del poder en favor del interés colectivo y popular se convirtió en la fuente fundamental de legitimidad.

  En algunos casos, no se tomaría en cuenta la forma de acceso al poder, siempre y cuando se hiciera en nombre de la soberanía popular y, en principio, se gozara del apoyo mayoritario de la población. Así, regímenes surgidos de una revolución o de un golpe de Estado, pero que enarbolan banderas populares de igualdad y justicia social, han podido gozar durante años de una legitimidad básica para gobernar, aunque en sí mismos no cumplan ninguna de las condiciones de la democracia política.

  • En otros casos, se desconfía de cualquier poder centralizado, así se haya encumbrado en nombre del pueblo y de las justas causas populares, pues se presume que incluso en ese caso, si no hay contrapesos y límites al poder de los gobernantes, poco a poco se llegará al abuso y a la arbitrariedad de los poderosos. Por lo mismo, en ese caso la única fuente de legitimidad aceptada es la asunción al poder por vía de la competencia frente a otros grupos y candidatos, bajo reglas previamente establecidas, y aplicadas en condiciones de igualdad, pues sólo así se podrá contener el poder del gobierno y limitar su acción dentro de fronteras convenientes y seguras para los gobernados. Cuando se ha llegado a esa conclusión, las elecciones democráticas se erigen en una fuente fundamental e imprescindible de legitimidad política.
  • Se considera, por un lado, que sólo un gobernante que goce del consentimiento expreso de la ciudadanía tendrá mejores posibilidades de gobernar en bien de la colectividad, y por otro, se deja al criterio popular decidir cuál o cuáles de los candidatos reúnen el mayor número de aptitudes y características aceptables para los ciudadanos. Como se dijo antes, la posibilidad de que el electorado se «equivoque» en su elección no está descartada y, por lo mismo, ése es a veces un elemento utilizado por quienes se oponen a la democracia.

  Pero ante eso se contraponen los siguientes argumentos:

a) Otros criterios de selección de los gobernantes no han demostrado históricamente ser mejores para ese propósito. Además, los gobernantes designados por otros medios también pueden resultar ineptos o abusivos. Como lo señaló en su momento Maquiavelo:

… del mismo defecto que achacan los escritores a la multitud, se puede acusar a todos los hombres individualmente y en particular a los príncipes, porque cuantos necesiten ajustar

su conducta a las leyes cometerán los mismos errores que la multitud sin freno. No se debe, pues, culpar a la multitud más que a los príncipes, porque todos cometen abusos cuando nada hay que los contenga. 4

b) Más aún, la posibilidad misma de que la ciudadanía se equivoque al elegir a sus líderes puede corregirse por medio de otros mecanismos democráticos, en los que los comicios mismos juegan una función importante, según se dijo: la capacidad para sustituir pacíficamente a los gobernantes y los partidos.

c) Es más probable que los gobernantes sean aceptados por los gobernados cuando éstos ejercen su derecho a decidir quién reúne, según su propio juicio, las mejores condiciones para gobernar en favor del pueblo. Las características de honestidad, responsabilidad, experiencia y habilidad podrán ser juzgadas por cada ciudadano en el momento de elegir a su candidato o partido.

d) La posibilidad de errar en la elección, o al menos de ser engañados por un candidato en particular, puede disminuir significativamente si a las reglas de la competencia se agrega la de poder difundir libremente ideas, percepciones y datos concretos sobre los contendientes, es decir, que se preserve la libertad de prensa, información y expresión.

  De ese modo, el electorado podrá contar con más puntos de vista y referencias específicas para normar su criterio y evaluar la sinceridad de los aspirantes. Es por eso que, desde el siglo XVI, Maquiavelo proponía:

  Y como pudiera suceder que los pueblos se engañaran respecto de la fama, reputación o acciones de un hombre, estimándole más meritorio de lo que es en realidad [debe organizarse la república de tal modo que] … sea lícito y hasta honroso a cualquier ciudadano dar a conocer en público discursos con los defectos del candidato para que, sabiéndolos el pueblo, pueda elegir mejor. 5

  Pese a ello, es cierto sin embargo que la fuerza de la propaganda política ha crecido, y en muchos casos no hace sino manipular truculentamente los sentimientos, anhelos y temores del electorado, dejando de lado lo sustantivo. Incluso, en países como Estados Unidos la propaganda televisiva se ha convertido en un elemento decisivo del triunfo y, dado su enorme costo económico, sólo los candidatos que disponen de cuantiosos recursos tienen posibilidades de éxito, independientemente de su experiencia política o trayectoria como servidores públicos.

  Por otra parte, para que los comicios puedan erigirse debidamente en fuente de legitimidad de las autoridades, necesitan cumplir con ciertas condiciones para garantizar su limpieza y equidad, características que serán tratadas en el siguiente apartado. Pero hay otros requisitos que, en la medida en que se cumplan, pueden brindar mayor legitimidad política:

a) Deben ponerse en disputa los distintos cargos en todos los niveles del poder, hasta alcanzar 4a jefatura de gobierno, puesto en el que recae la mayor proporción de autoridad, aun cuando el poder esté distribuido entre varios organismos e instituciones. Cuando sólo se puede elegir a funcionarios menores, entonces la posibilidad ciudadana de ejercer control sobre los gobernantes es tan limitada como el poder de decisión con el que cuentan los gobernantes electos por vía del voto.

b) El sufragio debe poder emitirse de manera enteramente libre por los ciudadanos, y su voluntad respetarse completamente. Para ello, se requiere de reglas y condiciones que garanticen la imparcialidad y limpieza de las elecciones, las cuales fueron ya explicadas en apartados anteriores.

c) El electorado, es decir, el sector de la población con derecho a sufragar, debe ampliarse a toda la población adulta, sin tomar en cuenta criterios de sexo, raza, religión, clase social, instrucción o costumbres. En la medida en que estos criterios sirvan para restringir el derecho a participar en las elecciones, se generará menor legitimidad para las autoridades y, en esa medida, habrá menores probabilidades de mantener la estabilidad política.

  En este sentido, cuando se empezó a ampliar el derecho a sufragar en los Estados modernos, diversos grupos objetaron el derecho a votar de los sectores pobres y poco instruidos. Lo hicieron aduciendo, en primer lugar, que los poco instruidos no podrían tener la información ni el criterio adecuado para hacer una elección racional y juiciosa y, en segundo lugar, que los menesterosos serían fácilmente tentados a vender su respectivo sufragio, lo que desvirtuaría el sentido profundo de la democracia electoral.

  En efecto, esos riesgos están presentes en toda democracia, y no son precisamente un elemento que fortalezca sus propios fines e ideales. Sin embargo, las democracias han considerado como menos perjudicial esa eventualidad que excluir a amplios sectores de la población del derecho a elegir a sus gobernantes. Por un lado, nada garantiza que la decisión de las clases ilustradas resulte más racional, al menos no en términos del interés colectivo y de los sectores humildes y carentes de instrucción. Y por otro, aun cuando varios individuos estén dispuestos a vender su voto, no es justo quitar a los sectores pobres un instrumento político que eventualmente puede ser utilizado para promover y defender sus propios intereses.

  De igual manera, conforme la sociedad se fue modernizando, sus instituciones políticas debieron ampliarse para canalizar la participación de grupos antes excluidos, como las mujeres y, en ciertos casos, las minorías étnicas, religiosas o sociales. En la medida en que el sufragio se ha ampliado hasta alcanzar el estatus de universal, la legitimidad de los gobernantes así electos se fortalece, y la probabilidad de dirimir las controversias sociales por vías pacíficas y legales aumenta significativamente.

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