LA CRISIS DEL EURO Y EL FUTURO DE LA INTEGRACIÓN EUROPEA

LA CRISIS DEL EURO Y EL FUTURO DE LA INTEGRACIÓN EUROPEA

Peter A. Hall

Universidad de Harvard, Cambridge, Massachusetts, EE. UU.

Durante décadas, la UE ha sido un vehículo de paz y prosperidad en Europa, pero ahora  está en apuros. La respuesta a la crisis ha tenido efectos económicos y políticos negativos. La decisión de subvencionar la deuda a cambio de austeridad ha obstaculizado el crecimiento en el sur de Europa. Si bien las élites europeas abogan por una mayor integración, la respuesta a la crisis ha reducido el apoyo popular a esta alternativa. Una unión fiscal más profunda amenaza con intensificar la tecnocracia. No obstante, el euro puede resistir siempre y cuando se consoliden algunas reformas institucionales y se logre reactivar el crecimiento económico en el sur de Europa.

Desde una perspectiva histórica a largo plazo, la Unión Europea es una de las creaciones políticas más peculiares de finales del siglo xx, una herramienta de cooperación supranacional que no llega a ser una federación política, pero que es más fuerte que un régimen internacional. Tras medio siglo marcado por la depresión económica y por dos guerras mundiales, la comunidad económica establecida por medio del Tratado de Roma en 1957 se convirtió en el instrumento de uno de los periodos de paz y prosperidad más largos que haya disfrutado jamás el continente europeo.

Sin embargo, en la actualidad la Unión Europea se encuentra en apuros, pues parece incapaz de proporcionar la armonía y el bienestar que prometía desde sus comienzos. La prolongada crisis del euro es la más destacada manifestación de esos problemas. Como una debacle a cámara lenta, la crisis ha evidenciado las divisiones de la Unión Europea, pero los inconvenientes a los que debe hacer frente laUE van mucho más allá: el crecimiento económico anual entre los veintiocho Estados miembros que hoy forman la Unión ya estaba decayendo mucho antes de la crisis, situándose en un 2,6%, frente al 3,3% de EE. UU., entre 1997 y 2006.

Además, los bajos índices de natalidad harán aún más difícil que Europa alcance elevadas tasas de crecimiento económico en los próximos años. Se prevé que la tasa de dependencia de la población de edad avanzada en la UE se duplique en 2080, situándose en tan solo dos personas en edad de trabajar por cada una de más de 65 años. La inmigración ofrece una solución al problema, pero se está encontrando con una feroz resistencia entre los gobiernos de Europa, donde los partidos de derecha radical que se oponen a la inmigración y a las políticas de la Unión Europea están en alza. La propia UE carece de una política eficaz para hacer frente a los barcos cargados de refugiados que atraviesan el Mediterráneo en cantidades nunca antes vistas.

Entretanto, la reputación de la Unión Europea como garante de la paz y la democracia en Europa se ve empañada por su incapacidad para evitar que una renacida Rusia, bajo la batuta de Vladímir Putin, ocupe partes de Ucrania o para impedir que Hungría, uno de sus propios Estados miembros, se deslice de nuevo por la pendiente de un régimen semiautoritario. Ni que decir tiene que Europa siempre se ha enfrentado a desafíos, pero, hoy en día, para muchos la Unión Europea parece parte del problema, más que de la solución. Para comprender por qué, necesitamos volver la vista sobre la evolución del proceso de integración europea.

LA EVOLUCIÓN DE LA UNIÓN EUROPEA

Desde sus comienzos con la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, la integración institucional en Europa siempre ha tenido una motivación múltiple. Por un lado, para algunos ha venido estimulada por los ideales de una “unión cada vez más estrecha” que habría de culminar en el Estado europeo soñado por sus fundadores, Jean Monnet, Robert Schuman y Alcide De Gaspari. Por otro lado, la integración únicamente ha avanzado cuando los gobiernos nacionales han visto la manera de que las instituciones europeas sirvan a los intereses de su propio país 1.

Cada avance hacia la integración se ha basado en la percepción de que ofrecía beneficios a largo plazo aun cuando requerían sacrificios a corto plazo

Las concepciones basadas en intereses nacionales están limitadas por circunstancias económicas y geopolíticas, pero son, en última instancia, una construcción social. Como tal, se ven afectadas por la tasa de descuento que los gobiernos asocian a las ganancias futuras, por la confianza de los dirigentes en el modo en que funcionará un nuevo conjunto de instituciones y por la percepción, por parte de un gobierno, del coste de oportunidad de avanzar en una dirección en lugar de en otra 2. En este sentido, las distintas visiones de lo que podría ser Europa influyen en las decisiones prácticas que se toman para llegar a ella. Charles de Gaulle no fue el único líder movido por une certaine idée de l’Europe.

Así pues, a menudo acompaña a la integración europea una cierta “ambigüedad constructiva” en torno a lo que supondrían sus siguientes pasos para cada uno de los Estados miembros. En su mayor parte, no obstante, cada avance hacia la integración se ha basado en la percepción de que ofrecía a los Estados miembros unos resultados positivos, esto es, beneficios a largo plazo para todos aun cuando requiriera sacrificios por parte de algunos a corto plazo. Este aspecto es importante para comprender los dilemas a los que se enfrenta Europa en la actualidad.

Durante las décadas de 1950 y 1960, la integración europea ofrecía unas ventajas que estaban relativamente claras. La Comunidad Económica Europea proporcionaba un vehículo para la reconstrucción económica y la paz en Europa occidental. Una generación diezmada por la guerra consideraba que aquellos eran objetivos superiores. El Acta Única Europea de 1986, que debía crear un mercado único continental antes de 1992 sobre la base de una votación por mayoría cualificada, se presentó como un medio para garantizar la prosperidad tras una década de “euroesclerosis” 3. Los Estados miembros sabían que la liberalización requeriría algunos sacrificios, pero estaban convencidos de que el resultado a largo plazo sería una mayor prosperidad para todos.

En gran medida, estos fines dictaron los medios empleados para alcanzarlos. Dado que su objetivo principal era una mayor eficiencia económica, la Comunidad Europea de las décadas de 1960 y 1970 se concibió y se presentó, en gran parte, como una iniciativa tecnocrática. Como es lógico, los gobiernos nacionales seguían teniendo la última palabra y la Comunidad adquirió un barniz de participación popular cuando el Parlamento Europeo se convirtió en un órgano elegido, pero las acciones de la Comunidad Europea estaban legitimadas en gran medida en función de su eficiencia técnica. A los comités del Consejo se les impuso la condición de que basaran sus decisiones en los conocimientos técnicos, y la Comisión justificaba sus propuestas fundamentándose en la eficiencia económica 4.

Sin embargo, a medida que el alcance de las decisiones europeas fue ampliándose, comenzaron a aparecer grietas en esta fachada. Cuando la CE se centraba en ámbitos normativos restringidos, con escasas consecuencias distributivas, sus políticas podían justificarse por razones de eficiencia técnica. En cambio, tras el Acta Única Europea, las normas liberalizadoras de la UE comenzaron a afectar a amplios segmentos de la población activa, creando tanto perdedores como ganadores. Los funcionarios europeos llevaban decenios quejándose de que sus esfuerzos pasaban inadvertidos. De pronto, adquirieron una visibilidad política mucho mayor y la gente que se sentía perjudicada por la liberalización o la globalización empezó a culpar a la UE. La consecuencia es una crisis de legitimidad de la que la Unión Europea aún no se ha recuperado por completo.

Evidentemente, con frecuencia los gobiernos democráticos distribuyen ganancias y pérdidas entre distintos grupos sociales, y legitiman esas decisiones argumentando que las últimas elecciones les concedieron la autoridad para hacerlo y que en los siguientes comicios rendirán cuentas de sus actos. Esa es la base de la “capacidad política” de los gobiernos democráticos en contextos en los que “gobernar es elegir”, pero la Unión Europea carece de esa capacidad política. La Comisión no es un órgano elegido y el Consejo, tras un velo de secretismo, alcanza acuerdos de los que no se puede responsabilizar a ninguno de sus miembros 5.

En los Tratados de Maastricht y Lisboa, la respuesta de la Unión Europea a esta crisis de legitimidad consistió en incrementar los poderes del Parlamento Europeo, al tiempo que ampliaba aún más las competencias de la UE, pero las complejas normas de decisión oscurecen el papel del Parlamento y las elecciones al mismo se deciden, por lo general, en función de cuestiones nacionales, en lugar de europeas, a falta de un electorado continental cohesionado o de partidos verdaderamente europeos. A los ojos de muchos de sus ciudadanos, la UE sigue pareciendo una tecnocracia. Europa sufre esa clase de marcada división entre el pays légal y el pays réel que en su día se dijo que caracterizaba a la Tercera República Francesa. Como consecuencia, la legitimidad de la UE gira en gran medida en torno a su capacidad para promover la prosperidad a lo largo y ancho del continente 6. Por eso la crisis del euro plantea para Europa profundos dilemas, tanto políticos como económicos.

EL ORIGEN DE LA CRISIS DEL EURO

Como todas las iniciativas de su clase, la decisión de establecer una unión económica y monetaria en Europa responde a una multiplicidad de causas: la Unión Económica y Monetaria (UEM) era una construcción tanto económica como política. Mandatarios como Jacques Delors, presidente de la Comisión Europea, veían la UEM como una manera de continuar avanzando en la idea del mercado único. El presidente de Francia, François Mitterrand, esperaba que la unión monetaria redujera la influencia que el Bundesbank alemán tenía en el anterior sistema monetario europeo; mientras que el canciller alemán Helmut Kohl la consideraba como una forma de acercar la recién unificada Alemania al resto de Europa, al tiempo que se aseguraba de que sus socios comerciales no pudieran obtener una ventaja competitiva respecto de los productos alemanes mediante la devaluación de sus monedas. Cada uno de esos mandatarios tenía sus motivos para desear esa unión, aunque los economistas advirtieran que Europa no era una “zona monetaria óptima”, pues carecía de la capacidad para adaptarse a las sacudidas económicas que propician unas elevadas tasas de movilidad laboral y unos sistemas de seguros sociales capaces de redistribuir automáticamente los ingresos en favor de regiones que estuvieran padeciendo una recesión 7.

Las instituciones creadas para la nueva unión monetaria fueron mínimas, en el mejor de los casos. Al nuevo Banco Central Europeo se le encomendó la tarea de mantener la estabilidad financiera, pero se le prohibió comprar deuda pública. Así pues, carecía de las herramientas de las que disponen la mayoría de los bancos centrales para defenderse de los ataques especulativos en los mercados de bonos. La premisa era que la unión monetaria nunca debía implicar transferencias entre los Estados miembros, con lo que, al establecer la solidaridad monetaria sin la correspondiente base de solidaridad social, se introducía una deficiencia que habría de perseguirla en el futuro.

A pesar de esas limitaciones, la moneda única funcionó lo suficientemente bien para que la Comisión Europea declarara, al cabo de diez años de su creación, que: “La moneda única se ha convertido en un símbolo de Europa, y está considerada por los ciudadanos de la eurozona como una de las consecuencias más positivas de la integración europea”. Sin embargo, a los pocos meses estalló la crisis del euro. Entonces, ¿qué fue lo que salió mal? ¿Por qué hubo de enfrentarse Europa a una crisis de deuda pública que aún no se ha resuelto?

La respuesta más sencilla es que Europa fue víctima del mismo desenfreno en la solicitud y la concesión de créditos, alimentado por nuevos tipos de derivados financieros y por una regulación excesivamente indulgente, que precipitó la crisis financiera de EE. UU. y la recesión global en 2008. El caso más notorio es el de Grecia, cuyo anuncio, en octubre de 2009, de que su déficit presupuestario iba a ser casi tres veces superior a lo previsto (más tarde se descubrió que había alcanzado el 15,6% del PIB) desencadenó la crisis de confianza en la deuda pública. A medida que los inversores temerosos abandonaron sus posiciones en bonos griegos, el nerviosismo se contagió a Irlanda, Portugal y España, donde los préstamos en el sector privado habían aumentado de forma exponencial como consecuencia del auge del sector de la vivienda y la construcción, aun cuando los niveles de deuda pública eran relativamente modestos. En muchos sentidos, los problemas de estos países eran comparables a los de EE. UU. Sin embargo, a diferencia de EE. UU. o el Reino Unido, ellos no tenían un banco central dispuesto a comprar deuda pública. En su lugar, emprendieron el tortuoso proceso de negociar programas de rescate con el BCE y la UE.

Muchos de los problemas de la UE provienen de las asimetrías institucionales de las economías políticas de sus estados miembros

Bajo la superficie, no obstante, la crisis del euro refleja algunos de los dilemas estructurales de gestionar una moneda única que engloba múltiples variantes de capitalismo. La unión monetaria reunió a Estados con distintos niveles de desarrollo político y con economías políticas estructuradas de formas bastante distintas. Muchos de los problemas a los que se enfrenta la unión no provienen de los impactos económicos asimétricos que preveía la teoría del área monetaria óptima, sino de las asimetrías institucionales de las economías políticas de sus Estados miembros 8. El Pacto de Estabilidad y Crecimiento que limitaba los niveles de deuda y déficit públicos resultó difícil de aplicar y fue poco más que una hoja de parra que cubría esas diferencias estructurales. Algunos creían que la experiencia de competir en una unión monetaria eliminaría gradualmente esas asimetrías institucionales, pero estas tienen profundas raíces históricas que no ceden fácilmente ante una reforma gradual.

Entre las diferencias más importantes en la organización de la economía política se encuentran aquellas que separan las “economías de mercado coordinadas” del norte de Europa, grupo en el que se incluyen Alemania, Bélgica, Austria, Finlandia y los Países Bajos, de las economías mediterráneas de la Europa meridional, donde están encuadradas España, Portugal, Grecia e Italia 9. Alemania es el clásico ejemplo de esas economías del norte de Europa: gracias a unos sindicatos y unas asociaciones patronales bien desarrollados, organizados por sectores y acostumbrados a negociar entre sí, es capaz de contener el coste unitario de la mano de obra para promover las exportaciones. Un complejo sistema de formación profesional administrado por esas agrupaciones de productores, respaldadas por comités de empresa en las grandes corporaciones, proporciona a las compañías alemanas ventajas importantes en la producción de mercancías de elevada calidad y alto valor añadido para las que la demanda de exportación es relativamente estable. Al igual que sus vecinos nórdicos, Alemania estaba institucionalmente bien equipada para aplicar una estrategia de crecimiento basada en las exportaciones.

Por el contrario, las economías políticas del sur de Europa están organizadas de forma bastante distinta. España, Portugal, Grecia e Italia desarrollaron movimientos obreros conflictivos divididos en confederaciones rivales que se enfrentan a asociaciones patronales relativamente débiles, lo cual permite pactos sociales periódicos, pero hace muy difícil una coordinación salarial sostenida. Como consecuencia, con la UEM la competencia extranjera mantuvo bajos los salarios en sus sectores exportadores, pero el aumento salarial en los sectores protegidos hizo que subiera el coste unitario de la mano de obra en el conjunto de la economía 10. Además, estos países carecen de la capacidad institucional para ofrecer una formación coordinada que haga posible la producción de alto valor añadido y la innovación continua. Por ello, el número de empresas que dependen de una mano de obra barata es mayor y, a partir de 1989, la competencia de bajo coste procedente de Europa central y del este afectó fuertemente a sus exportaciones.

La unión monetaria tuvo distintas implicaciones para estos dos tipos de economías políticas. Dentro de la UEM, los países del norte de Europa pudieron continuar con sus tradicionales estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones. El BCE los ayudó vigilando de cerca los convenios salariales alemanes, y los vecinos de Alemania, los tomaron como referencia para contener sus propios salarios. Además, ahora gozaban de nuevas ventajas, dado que sus vecinos ya no podían devaluar su moneda, mientras que la heterogeneidad de los miembros de la unión contuvo el tipo de cambio externo del euro.

Como resultado, los superávits de las balanzas comerciales del norte de Europa comenzaron a aumentar, en el caso de Alemania de forma espectacular.

Sin embargo, el ingreso en la unión monetaria planteaba serios dilemas para los países del sur de Europa. En los años previos al Tratado de Maastricht, sin capacidad para coordinar la negociación salarial, a menudo dependían de devaluaciones periódicas del tipo de cambio para rebajar los precios de sus productos frente a la competencia extranjera. Con la UEM, perdieron esa facultad de ajuste económico, justo cuando las economías emergentes comenzaban a arrebatarles cuota de mercado de las exportaciones de mercancías de bajo coste. La ruta de crecimiento alternativa de estas economías pasaba por la ampliación de la demanda nacional, y la entrada en la UEM hizo que esta estrategia resultara aún más atractiva, pues reducía el coste del capital en el sur de Europa, en un momento en que los inversores del norte buscaban lugares en los que invertir sus crecientes superávits comerciales. No obstante, el fenómeno que acompaña por naturaleza a una estrategia de crecimiento basada en la demanda nacional es la inflación de precios y salarios, algo que las políticas monetarias de “talla única” del BCE no podían contener sin provocar una recesión en el norte del continente. A medida que la inflación iba reduciendo el coste real del capital, el auge del precio de los activos desvió recursos fuera de unos sectores exportadores que ya sufrían dificultades a causa del aumento en los precios de los insumos.

En resumen, uno de los efectos de la unión monetaria fue el de estimular sendas de crecimiento desequilibradas que favorecieron la expansión de los sectores exportadores del norte de Europa, con frecuencia a costa del consumo interno, al tiempo que muchos sectores exportadores del sur de Europa languidecían frente a la prosperidad de los sectores protegidos de la competencia exterior (entre los que frecuentemente destacaba la construcción). Culpar de estos resultados a los gobiernos de la Europa meridional, como tienden a hacer algunos, es ignorar las insalvables diferencias en la organización de las economías políticas y las formas en que estas dotan a los países de distintos tipos de mecanismos de ajuste. En su mayor parte, los gobiernos del sur de Europa siguieron las estrategias de crecimiento que tenían más a su alcance, muchas veces con un éxito considerable. Entre 1997 y 2007, España y Grecia crecieron a tasas próximas al 4% anual.

Habría sido necesario hacer más para amortiguar los auges de la construcción y garantizar la solvencia de los bancos que los financiaban, pero esperar que el sur de Europa emulara las estrategias de crecimiento del norte implica no entender cómo se consigue el crecimiento basado en las exportaciones.

La unión monetaria estimuló sendas de crecimiento desequilibradas que favorecieron la expansión de los exportadores del norte

En el caso de Grecia, la estructura del Estado fue igualmente importante en los orígenes de la crisis. Los gobiernos griegos utilizaron los flujos de fondos procedentes del norte para financiar el consumo, en lugar de la inversión, a menudo para fortalecer el respaldo político del partido en el gobierno entre los empleados públicos y los pensionistas11. Grecia carecía de la capacidad administrativa para recaudar y gastar los fondos de forma eficaz: la evasión fiscal podría explicar la mitad del déficit presupuestario declarado en 2008. El clientelismo era un problema en otros lugares del sur de Europa, como también lo es en ciertas partes del norte, pero en Italia, España y Portugal la regulación de los mercados de bienes disminuyó tanto o más que en la mayoría de los países del norte de Europa durante los primeros años de la década de 2000.

LA RESPUESTA A LA CRISIS DEL EURO Y SUS CONSECUENCIAS

La crisis del euro comenzó en 2010, cuando los inversores internacionales, nerviosos ya como consecuencia de la crisis bancaria de EE. UU., perdieron la confianza en la capacidad de los bancos y Estados soberanos europeos de pagar sus deudas. De pronto, el mismo instinto gregario de los mercados financieros que había reducido el coste del capital en la Europa meridional aumentó ese coste a lo largo de gran parte del continente. En cualquier circunstancia, ese habría sido un momento difícil, pero la moneda única carecía de mecanismos institucionales de ajuste eficaces. Si bien el BCE ideó gradualmente formas de proporcionar liquidez de emergencia a los bancos que se hallaban bajo presión y, finalmente, restauró la confianza al anunciar, a mediados de 2012, cuando estaba dispuesto a comprar deuda pública en los mercados secundarios, en un principio no tenía capacidad para comprar bonos del Estado con el objeto de evitar el pánico en los mercados de deuda. Una eurozona construida únicamente sobre la base de un conjunto mínimo de normas no poseía capacidad fiscal centralizada propia y sus facultades para tomar decisiones eran limitadas y requerían de la unanimidad de los gobiernos de los países miembros.

Con el rescate, Alemania estaba asegurándose de que se devolverían los préstamos concedidos por sus propias entidades financieras

En este contexto, el hecho de que los gobiernos europeos consiguieran finalmente articular paquetes de rescate para los gobiernos griego, irlandés y portugués, así como una línea de crédito para los bancos españoles, constituye un logro sorprendente que refleja niveles inauditos de cooperación intergubernamental. Paradójicamente, no obstante, el tortuoso proceso a través del cual se consiguió dicha colaboración ha creado enormes tensiones en el sistema de gobernanza europeo que ponen en peligro las perspectivas de una mayor integración en años venideros.

Las primeras y fatídicas decisiones afectaron a Grecia, que en 2010 se estaba quedando sin dinero y era incapaz de obtener préstamos a tipos asequibles en los mercados de bonos internacionales. Un gasto público desenfrenado a lo largo de la década anterior había alimentado unas elevadas tasas de crecimiento económico, pero también había impulsado el déficit y la deuda del sector público a niveles peligrosamente altos. Sus socios de la eurozona se enfrentaban a una alternativa: podían organizar una reestructuración que contemplara el impago por parte de Grecia de gran parte de su deuda, tal vez acompañada por alguna ayuda financiera para aliviar el sufrimiento mientras el país avanzaba hacia un superávit primario; o podían prestarle a Grecia los fondos necesarios para continuar atendiendo los pagos de su deuda a cambio de promesas de reforma diseñadas para devolver al país la estabilidad fiscal.

Ninguna de las dos opciones resultaba atractiva. En ambos casos, el pueblo griego sufriría enormemente por el recorte del gasto necesario para eliminar un déficit que ascendía al 12% del PIB. Destacados economistas abogaban por la reestructuración argumentando que era la mejor forma de hacer frente a una crisis de deuda, y que lo mejor era hacerlo cuanto antes. Otros alegaban que el ajuste tendría más éxito si el país abandonaba además el euro y devaluaba su moneda, en lugar de depender por completo de la deflación interna para reducir de nuevo los salarios reales a niveles que resultaran competitivos a escala internacional.

Sin embargo, los Estados miembros de la Unión Europea escogieron la ruta alternativa, articulando dos tramos de rescate en mayo de 2010 y julio de 2011 que proporcionaron al gobierno griego alrededor de 225.000 millones de euros a cambio del cumplimiento de unas estrictas condiciones concebidas para reducir sus niveles de gasto e incrementar sus ingresos con el objeto de mejorar las perspectivas de que los fondos pudieran devolverse.

A esto siguió en 2015 un tercer préstamo por valor de unos 86.000 millones de euros. Los historiadores dedicarán años a debatir por qué se escogió ese camino, en lugar del impago. Claramente, en mitad de la incierta situación financiera de 2010, los gobiernos estaban preocupados por la posibilidad de contagio. Si un Estado perteneciente a la moneda única hubiera incurrido en impago, puede que hubiese resultado más difícil para otros miembros encontrar financiación para su deuda nacional, incluyendo a Italia, una economía demasiado grande para ser rescatada. Además, el impago griego habría creado serios problemas para el sistema financiero europeo, dado que grandes segmentos de la deuda griega estaban en poder de bancos del norte de Europa. Si los restantes gobiernos no hubiesen rescatado a Grecia, probablemente habrían tenido que rescatar a algunos de sus propios bancos. Como consecuencia de esta ayuda financiera, dichos bancos acabaron por recuperar más de 70.000 millones de euros que habían prestado a Grecia.

Con el precedente griego, se proporcionó otro rescate de aproximadamente 85.000 millones de euros a Irlanda en noviembre de 2010, y de 78.000 millones de euros a Portugal en mayo de 2011, seguidos de una línea de crédito para España de la que dispuso de 41.000 millones de euros para recapitalizar bancos en dificultades. Estos fondos se concedieron únicamente bajo estrictas condiciones que establecían límites de déficit fiscal e imponían reformas estructurales para liberalizar diferentes mercados laborales o de productos; y el BCE insistió en que a Irlanda se le prohibiese impagar a los titulares de obligaciones en los bancos irlandeses quebrados. El objetivo aparente era mantener la confianza en los mercados financieros europeos, si bien el efecto fue, una vez más, el de limitar el castigo al sector privado por conceder préstamos arriesgados y transferir al sector público los costes de la resolución de la crisis.

Numerosos analistas, en especial en los medios de comunicación del norte de Europa, presentaron estos programas de rescate como actos de generosidad sin precedentes. Encabezados por Alemania, se dijo que los países del norte de Europa habían acudido al rescate de los del sur, permitiendo a los más endeudados evitar los peligros del impago. Sin embargo, con una mayor perspectiva, se deben matizar los juicios sobre lo ocurrido. Alemania estaba sosteniendo una moneda única que había resultado beneficiosa para sus sectores exportadores, y asegurándose de que se devolverían los préstamos concedidos por sus propias entidades financieras. Además, el enfoque adoptado para conceder esos rescates tuvo consecuencias económicas y políticas muy desfavorables que afectarán a Europa en años venideros.

Las consecuencias más negativas se hacen patentes, sobre todo, en el caso de Grecia, aunque también los tratamientos de Portugal e Irlanda tienen algunos rasgos similares. Grecia sufrió la clásica crisis de deuda como consecuencia de un gasto público desbordado y unos sistemas de recaudación de impuestos inadecuados. Si bien en estos casos resulta necesario realizar recortes fiscales, la experiencia de otras crisis de deuda indica que los países únicamente saldrán de ellas si se impaga la mayor parte de la deuda, si la inflación reduce su valor real o si una reactivación del crecimiento económico rebaja la cantidad de la deuda respecto del PIB 12. Sin embargo, en los primeros años de la crisis, la respuesta europea descartó todas y cada una de esas opciones.

Las políticas del BCE y la situación económica mundial reducían la inflación y, en principio, los paquetes de rescate de la UE descartaban la quita de la deuda. Si bien, la deuda griega se depreció en marzo de 2012 en una cuantía equivalente a dos terceras partes de su PIB, la iniciativa llegó demasiado tarde para ofrecer el alivio necesario. Así pues, la capacidad de Grecia para salir de la crisis ha dependido en gran medida de su crecimiento económico, pero los programas de rescate establecían unos niveles tan elevados de austeridad fiscal que este crecimiento se tornó prácticamente imposible. Se exigía que Grecia pasara de un déficit fiscal del 15% a un superávit primario del 3% en el espacio de tres años, algo que pocos países han logrado jamás. Una y otra vez, las optimistas proyecciones de crecimiento realizadas por la troika (la Comisión Europea, el BCE y el FMI) encargada de la supervisión de las condiciones del rescate demostraron ser ilusorias y, en 2015, el PIB griego continuaba un 25% por debajo de su nivel de 2009.

Los préstamos ofrecidos a Grecia no bastaron para permitir ningún tipo de estímulo fiscal: el 90% se fue a pagar los intereses y el principal de los préstamos existentes. No quedaba margen alguno para financiar la demanda agregada en un contexto de fuertes bajadas de los salarios y las prestaciones sociales. A medida que disminuía el producto interior bruto, la deuda griega como porcentaje del PIB se hacía cada vez mayor, reduciendo aún más la confianza en la economía.

La respuesta de los gobiernos acreedores a tales preocupaciones ha sido destacar el valor de las reformas estructurales impuestas a Grecia como requisito para el rescate con el fin de liberalizar los mercados laboral y de productos. Es probable que algunas de esas reformas tengan efectos positivos en los resultados económicos, pero solo a largo plazo. A corto, las reestructuraciones emprendidas en un contexto de austeridad fiscal a menudo tienen efectos negativos 13. La idea de que podrían constituir la base de una recuperación del crecimiento económico resultó ser un espejismo.

A corto plazo, las reestructuraciones emprendidas en un contexto de austeridad a menudo tienen efectos negativos

Entonces, ¿por qué insistieron los países acreedores del norte de Europa en que las reformas estructurales en un contexto de austeridad fiscal suponían la mejor base para el crecimiento? En cierto modo, esa postura no era otra cosa que una política pragmática.

Los acreedores ya habían prestado a Grecia sumas equivalentes al total de su PIB anual. Para reducir los déficits griegos más lentamente con el objeto de reactivar la economía, habrían sido necesarios mayores niveles de préstamos, y a los gobiernos acreedores les preocupaba el posible castigo electoral, especialmente a la vista de las elecciones que celebraban varios länder de Alemania en 2011. Las reformas estructurales se consideraban una prioridad porque las raíces de los problemas de Grecia se atribuían en gran medida a políticas clientelistas de una economía demasiado regulada.

Tales puntos de vista encontraron eco en el norte de Europa porque se ajustaban a los estilos de gestión macroeconómica que mejor funcionaban en esos países. En las economías de mercado coordinadas, con estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones y con elevados niveles de coordinación salarial intersectorial para contener el coste unitario de la mano de obra, resulta conveniente una postura macroeconómica restrictiva, porque reduce los incentivos de los sindicatos y empresarios para salirse de los márgenes salariales deseables 14. Además, Alemania había desarrollado un enfoque de la formulación de las políticas económicas que renunciaba al activismo en favor de la promulgación de normas en cuyo marco debían coordinarse agrupaciones de productores bien organizadas 15. Sin embargo, como ya he mencionado, la organización de las economías de Europa meridional no se presta a esa clase de estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones. En su caso, el crecimiento económico depende en mayor medida del aumento de la demanda interna.

EL BANCO CENTRAL EUROPEO

En consecuencia, el crecimiento económico está volviendo ahora a Irlanda, cuya economía de mercado liberal, orientada a la inversión extranjera directa atraída por un tratamiento fiscal favorable y una mano de obra cualificada y de habla inglesa, se ha fortalecido por el resurgir de la demanda global. Sin embargo, el crecimiento continúa mostrándose esquivo en el sur de Europa, donde múltiples años de austeridad se han cobrado un alto precio en la capacidad productiva y los niveles de inversión. España está creciendo de nuevo, pero a un ritmo que aún no es lo suficientemente elevado como para reducir una tasa de desempleo próxima al 25%; y el crecimiento sigue siendo débil en Portugal, donde la tasa de desempleo está cerca del 15%. En Grecia, el 26% de la mano de obra continúa en paro, pese a una disminución del salario nominal del 25% desde 2009.

El programa de rescate la ha dejado tambaleándose en términos tanto políticos como económicos. Visto en retrospectiva, parece que habría sido mejor si se hubiera permitido al país reestructurar su deuda en 2010 y se le hubiera proporcionado ayuda para facilitar su transición hacia un superávit primario, en lugar de dirigida a devolver el dinero a las entidades de crédito. Un enfoque semejante habría trasladado una cuota mayor de los costes del ajuste a las instituciones financieras europeas (y a quienes invierten en ellas) pero, posiblemente, un menor grado de sufrimiento al pueblo griego.

La respuesta a la crisis del euro también ha puesto al descubierto una serie de paradojas políticas relevantes para el futuro de la integración europea. En el contexto de este esfuerzo por hacer frente a la crisis, los jefes de Gobierno de la eurozona se reunieron entre ellos o con otros líderes de la UE la impactante cifra de 54 veces entre enero de 2010 y agosto de 2015. Por un lado, estas reuniones de alto nivel reflejaban unos niveles de consulta y cooperación sin parangón entre los Estados miembros. Por otro lado, este modus operandi marginaba al Parlamento y a la Comisión, instituciones que se suponía que debían ganar influencia según el Tratado de Lisboa, en aras del impulso de la democracia europea. Precisamente cuando debía volverse más democrática, la UE comenzaba a parecer más tecnocrática, y la troika parecía estar operando, al menos en opinión de algunos, como una potencia imperial.

Los años de crisis también se han caracterizado por el ascenso de Alemania a una posición de práctica hegemonía sobre los consejos de la UE, una consecuencia paradójica, dado que, en parte, Francia acometió la transición a la UEM con el objeto de reducir la influencia alemana en los asuntos económicos europeos. Si bien era inevitable que una Alemania reunificada mostrara cada vez más deseos de imponer sus intereses nacionales, ya que pagaba la cuota más elevada de la factura de los rescates, la crisis del euro la catapultó rápidamente hacia una posición de prominencia y poder, probablemente antes de que los gobiernos alemanes tuvieran tiempo de reflexionar detenidamente sobre la forma de hallar un equilibrio entre sus intereses nacionales y los de Europa. En muchos sentidos, Alemania es un poder hegemónico reacio, menos deseoso de pagar los costes derivados de suministrar bienes públicos a un gran número de Estados de lo que se mostrara EE. UU. cuando hubo de asumir ese mismo cetro tras la Segunda Guerra Mundial. En los próximos años, será muy importante lo que los alemanes consideren que implica su papel de líderes de Europa.

En otro giro paradójico, una crisis que, al fin y al cabo, inspiró una intensa cooperación entre las élites políticas de los Estados miembros ha terminado por fomentar la hostilidad entre la ciudadanía en general. Tras la crisis, ha surgido de los medios de comunicación una oleada de estereotipos populares arraigados en la imagen de “griegos vagos” y de “alemanes opresores”. Como consecuencia, está más claro que nunca que, en la actualidad, la solidaridad social en Europa termina en las fronteras nacionales, y los líderes políticos tienen parte de responsabilidad en ello. La respuesta inicial de numerosos políticos del norte de Europa fue la de tratar la crisis no como el dilema existencial que realmente suponía para Europa, sino como una cuestión moral sobre si los ciudadanos de otros países habían sido suficientemente disciplinados. Cuando Syriza subió al poder en Grecia, fueron correspondidos con acusaciones de que los alemanes se estaban comportando como nazis. Tales sentimientos han erosionado la sensación de solidaridad transnacional de la que depende el respaldo electoral necesario para una cooperación eficaz en el seno de la UE.

Los problemas más graves que se plantean aquí afectan al compromiso de la UE con la democracia, por el que se le concedió el Premio Nobel de la Paz en 2012. Con frecuencia, las exhaustivas condiciones de sus acuerdos de rescate, controladas por la troika, se han impuesto a la fuerza a gobiernos nacionales reticentes, particularmente en Irlanda, a la que se le prohibió aplicar quitas a los titulares de obligaciones de sus bancos quebrados, y en Grecia, donde la troika ha establecido unos paquetes extraordinariamente detallados de políticas de gasto, fiscales e industriales. El argumento, como es lógico, es que los funcionarios europeos saben mejor que sus homólogos nacionales cómo lograr el crecimiento necesario para devolver los cuantiosos préstamos europeos, y existen precedentes en las condiciones impuestas por el FMI a los países deudores. Pero la UE tiene ínfulas de gobierno democrático que el FMI no tiene, y muchos se preguntan por qué no podía haber negociado el nivel requerido de superávit presupuestario en los países deudores y dejar las decisiones sobre la forma de alcanzar ese nivel a los gobiernos elegidos. Esta nueva asertividad está alterando poco a poco la relación entre la UE y los países que la conforman. El compromiso con los principios de “subsidiariedad” que un día promoviera con el fin de garantizar la autonomía política de sus miembros se ha disuelto en pro de un desmesurado entusiasmo por imponerles sus “reformas estructurales”.

EL FUTURO DEL EURO Y LA INTEGRACIÓN EUROPEA

En este contexto, el problema más acuciante es si la moneda única puede aguantar y funcionar de forma satisfactoria sin una mayor integración política. Entre las élites políticas europeas existe en la actualidad un fuerte afán por centralizar el poder económico en Bruselas. Muchos en el norte quieren dotar a la UE de poderes más amplios sobre los presupuestos nacionales con el fin de evitar que se repitan las debilidades fiscales que condujeron a Grecia al borde de la quiebra. Los políticos del sur abogan por un gobierno económico provisto de nuevas fuentes de financiación y con la capacidad de promover la denominada “reflación”, o reactivación económica, en Europa. Estos cuentan con el respaldo de numerosos economistas que sostienen que la moneda única solo sobrevivirá si la eurozona avanza hacia ese tipo de unión fiscal con competencias de control sobre los presupuestos nacionales e, idealmente, un presupuesto propio para ofrecer prestaciones de seguros sociales que protejan a los Estados miembros que se enfrenten a una recesión 16.

No obstante, la capacidad de decidir a quién cobrar impuestos y cómo distribuir los ingresos resultantes son las competencias más importantes de un Estado democrático. Tal y como dijo una vez William Gladstone:

“Los presupuestos no son simplemente una cuestión de aritmética, sino que, de mil maneras, están en la raíz de la prosperidad de los individuos, y de las relaciones entre clases, y de la fortaleza de los reinos”. Puede que transferir las competencias presupuestarias a Bruselas sea eficiente desde un punto de vista económico, pero difícilmente puede considerarse legítimo desde una perspectiva democrática. Así pues, numerosos observadores han argumentado que una autoridad de la eurozona dotada de tales poderes debería estar gobernada democráticamente, y se han elaborado diversos conjuntos de mecanismos para ello, incluyendo la propuesta de elegir al Presidente de la Comisión y de reforzar considerablemente las competencias del Parlamento Europeo. De acuerdo con esta visión, una mayor unión fiscal requiere la unión política basada en el desarrollo de unas instituciones europeas más democráticas 17.

Resulta difícil imaginar dónde encontraría la UE el apoyo popular necesario para modificar los tratados europeos con el objeto de crear nuevas instituciones europeas

Sin embargo, ninguno de estos mecanismos para convertir la Unión Europea o la eurozona en una democracia supranacional es realmente viable. A falta de una competencia eficaz entre partidos políticos verdaderamente europeos, incluso los planes más ambiciosos para hacer más democráticas las instituciones europeas ofrecen mecanismos de rendición de cuentas al electorado sumamente difusos; y, tras la crisis del euro, el respaldo popular al traspaso de aún más competencias a Bruselas se encuentra en horas bajas. Las mayorías en los electorados de la mayor parte de los países europeos continúan siendo favorables al euro y a la pertenencia a la UE, pero el entusiasmo por alcanzar una mayor integración política ha descendido y los partidos de derecha radical que se oponen a la integración europea están en auge por toda Europa 18. En un futuro inmediato, resulta difícil imaginar de dónde podría provenir el apoyo popular necesario para modificar los tratados europeos con el objeto de crear nuevas instituciones europeas, tanto en el sur como en el norte de Europa.

Además, las tormentosas negociaciones que acompañaron a la crisis del euro han erosionado la sensación de que la moneda única es un proyecto de suma positiva que ofrece claras ventajas para todos. Dado que esas negociaciones han estado dominadas por la búsqueda de un provecho nacional, así como por el permanente conflicto entre el BCE y los gobiernos europeos sobre cuál asumiría los riesgos asociados a nuevas iniciativas, la respuesta a la crisis del euro ha parecido más bien un proyecto de suma cero en el que los riesgos o los costes de las nuevas iniciativas los soportan algunos agentes en mayor medida que otros. Como consecuencia, se ha vuelto más difícil sostener que la mayor integración europea sea un proyecto que beneficie a todos los Estados miembros.

Por consiguiente, la UE afronta un dilema. Figuras de prestigio sostienen que la moneda única solo sobrevivirá si la eurozona dispone de su propio gobierno económico, pero dado que no parece haber forma de hacer que este sea verdaderamente democrático, los esfuerzos en esa dirección amenazan con reemplazar instituciones democráticas embrionarias por una nueva tecnocracia. Atrapados entre Escila y Caribdis, en la actualidad los Estados miembros tratan de ganar tiempo. Con un pacto fiscal que los compromete con el equilibrio presupuestario y con las nuevas normas para el control de las cuentas de los países, las autoridades europeas han alcanzado cotas de poder sobre los presupuestos nacionales sin precedentes, pero aún está por ver si esos poderes llegan realmente a ejercerse algún día.

La eurozona puede verse en una situación macroeconómica deflacionaria que condene a algunos de sus estados miembros a tasas muy bajas de crecimiento económico durante años

Además, un pacto que sume una política fiscal a la política monetaria de “talla única” de la divisa europea no es una receta para el éxito económico. Como ya he mencionado antes, dado que la economía política de los Estados miembros está organizada de distintas maneras, no todos pueden emular las estrategias de crecimiento basadas en las exportaciones de Alemania. Algunos únicamente pueden prosperar por medio de estrategias basadas en la demanda, que requieren unas políticas fiscales más relajadas. El peligro evidente es que la eurozona pueda verse atrapada en una situación macroeconómica deflacionaria que condene a algunos de sus Estados miembros a tasas muy bajas de crecimiento económico durante años.

En este sentido, la reforma institucional no resolverá por sí sola los problemas económicos de Europa. Lo importante es el tipo de decisiones que resultarían de cualquier nuevo conjunto de instituciones europeas, y eso dependerá del poder relativo y de las posiciones de los Estados nacionales representados en ellas. Un grupo de instituciones dominado por un gobierno alemán convencido de que los presupuestos de cada Estado miembro deberían estar siempre equilibrados (y de que los superávits de la balanza comercial reflejan la virtud, mientras que los déficits son consecuencia del vicio) no generaría políticas más propicias para el crecimiento que las actuales. La coordinación macroeconómica a nivel europeo no triunfará hasta que quienes se encargan de controlarla se den cuenta de que hay más de un camino hacia el éxito económico.

¿Quiere esto decir que, si los Estados miembros del euro no avanzan hacia la unión fiscal y política, la moneda única está condenada a desintegrarse? No necesariamente. La eurozona aún no cuenta con mecanismos institucionales de ajuste económico sólidos.

Pero se podría argumentar que, con un exoesqueleto institucional algo más desarrollado, construido sobre la práctica reciente, la moneda única podría resistir 19. Basándose en la experiencia adquirida durante la crisis del euro, los gobiernos nacionales podrían ser más precavidos a la hora de permitir que la deuda del sector público o privado crezca sin control y, si los rendimientos en los mercados de deuda pública empiezan a ser más sensibles a estos cambios, tendrán más incentivos para hacerlo. Una condición esencial para el éxito económico es una unión bancaria firme capaz de identificar e ir eliminando las entidades insolventes con el fin de mantener los flujos financieros transnacionales; en este sentido, los planes para la unión financiera continúan en marcha, aunque actualmente se encuentren atascados en la cuestión del mecanismo transnacional de garantía de los depósitos y el fondo de resolución bancaria sea demasiado pequeño.

Otra condición que se hizo patente durante la crisis del euro es la existencia de un Banco Central Europeo con capacidad para hacer las veces de prestamista de última instancia, tanto para bancos como para Estados soberanos, con el objeto de impedir los ataques especulativos en los mercados financieros. El BCE aún tiene prohibido formalmente comprar deuda pública, pero ha avanzado en esa dirección a lo largo de los últimos años con su programa de operaciones monetarias en firme (OMT), respaldado por el anuncio de su propósito de “hacer lo que haga falta” para proteger el euro. Es fundamental que esas prácticas sean aceptadas como formas legítimas de operar en el futuro, y cabe la posibilidad de que así sea.

En mi opinión, la cuestión fundamental es si la moneda única se puede sostener aun cuando algunos Estados miembros tengan déficits endémicos en su cuenta corriente, mientras que otros presenten superávits constantes, dado que la existencia de múltiples variantes de capitalismo dentro del euro hace que tal situación resulte probable. En principio, esto no tiene por qué suponer un problema: al fin y al cabo, algunos Estados de la unión monetaria estadounidense tienen déficits o superávits endémicos frente a otros.

Para que eso sea posible, los inversores de los Estados que consiguen fondos de los superávits deben mostrarse dispuestos a invertir parte de esos fondos en los que presentan déficits. Una unión bancaria que ofrezca garantía en lo tocante a la solvencia de las contrapartidas contribuirá a que eso sea posible. No obstante, las perspectivas de crecimiento de los Estados deficitarios también deberán ser lo suficientemente favorables para justificar tal inversión. Por tanto, la suerte del euro depende en cierta medida de la prosperidad futura de la Europa meridional.

En décadas anteriores, un proceso de equiparación que permitió a países con menores niveles de desarrollo económico converger hacia el nivel de vida de los países más desarrollados ha incentivado las inversiones en el sur de Europa. La crisis del euro ha interrumpido ese proceso, y los inversores serán más cautelosos con respecto a las explosiones de los precios de los activos como las ocurridas a lo largo de los últimos diez años. Por consiguiente, será muy importante la capacidad de los países del sur y este de Europa para generar nuevas vías de crecimiento; y, en particular, para avanzar hacia la producción de bienes de mayor valor añadido en unos mercados globales en los que las ventajas comparativas para una producción a bajo coste se encuentran en otros lugares. Eso requerirá, a su vez, que dichos países se adapten a los requerimientos de la economía del conocimiento que está emergiendo.

Hasta la fecha, la trayectoria del sur de Europa en estos ámbitos ha sido irregular. Salvo en algunas regiones, los niveles de formación profesional y educación superior se encuentran por detrás de los del norte de Europa, y el gasto en investigación y desarrollo es relativamente bajo. Pero hay oportunidades y margen de mejora. La principal lección que debemos aprender es que la supervivencia del euro y la prosperidad de gran parte del continente dependerán no solo de las decisiones a corto plazo para sobrevivir a la crisis, sino de las que se tomen en los países del sur y del este de Europa para invertir en el capital humano y las infraestructuras que les permitan alcanzar un crecimiento efectivo a largo plazo.

En este sentido, el futuro de Europa depende tanto de los gobiernos nacionales como de un reforzamiento de la cooperación europea. En muchas partes de Europa, la población muestra menores niveles de confianza en los gobiernos nacionales que en la Unión Europea, y esto genera una gran agitación en la política nacional 20. Aún está por ver si, de esa convulsión, pueden surgir coaliciones políticas capaces de desarrollar estrategias nacionales de crecimiento eficaces. Siempre y cuando Europa proporcione a sus Estados miembros un margen de maniobra apropiado, este sueño no resultará inalcanzable.

Notas:

1 Moravcsik, A., The Choice for Europe. Cornell University Press, Ithaca, 1998.

2 Goldstein, J. y Keohane, R. (eds.), Ideas and Foreign Policy. Cornell University Press, Ithaca, 1993.

3 Jabko, N., Playing the Market. Cornell University Press, Ithaca, 2006.

4 Joerges, C. y Neyer, J., “From Intergovernmental Bargaining to Deliberative Political Processes: The Constitutionalisation of Comitology”, en European Law Journal 3, 273-99, 1997.

5 Cox, S., What’s Wrong with the European Union & How to Fix It. Polity, Cambridge, 2008.

6 Scharpf, F. W., Governing in Europe. Oxford University Press, Oxford, 1999.

7 Para una crítica, véase: Mongelli, F. P., “New Views on the Optimum Currency Area Theory: What is EMU Telling Us?”. Documento de Trabajo del BCE nº 138, 2002.

8 Boltho, A. y Carlin, W., “The Problems of European Monetary Union: Asymmetric Shocks or Asymmetric Behaviour?”, <http://www.voxeu.org/article/problems-eurozone>, 2012.

9 Hall, P. A. y Soskice, D., Varieties of Capitalism. Oxford University Press, Oxford, 2001.

10 Hancké, B., Unions, Central Banks and EMU. Oxford University Press, Oxford, 2013.

11 Mitsopoulos, M. y Pelagidis, T., Understanding the Crisis in Greece. Palgrave Macmillan, Houndmills, 2012.

12 Reinhard, C. M. y Rogoff, K. F., This Time is Different. Princeton University Press, Princeton.

13 Eichengreen, B., “How the Euro Crisis Ends: Not with a Bang but a Whimper”, en Journal of Policy Modeling 37, 415-22, 2015.

14 Carlin, W. y Soskice, D., “German Economic Performance: Disentangling the Role of Supply-Side Reforms, Macroeconomic Policy and Coordinated Economy Institutions”, en Socio-Economic Review 7, 69-99, 2009.

15 Hall, P. A., “Varieties of Capitalism and the Euro Crisis”, en West European Politics 37, 1223-43, 2014.

16 Enderlein, H. et al., “Completing the Euro – A Roadmap towards Fiscal Union in Europe”. Informe del Grupo Tommaso Padoa-Schioppa, Notre Europe Study nº 92, 2012.

17 Habermas, J., The Crisis of the European Union. Polity, Cambridge, 2012; Matthijs, M. y Blyth, M. (eds.), The Future of the Euro. Oxford University Press, Nueva York, 2015.

18 Pew Research Center, European Unity on the Rocks. Pew Research Center, Washington, 2012.

19 Para un argumento a este respecto, véase Soskice, D. y Hope, D., “The Eurozone and Political Economic Institutions: A Review Article”, en preparación para la Annual Review of Political Science, 2016.

20 Frieden, J., “The Crisis, the Public and the Future of European Integration”, ensayo presentado en la conferencia “Transition and Reform: European Economies in the Wake of the Economic Crisis”. Lisboa, mayo de 2015.

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