Quienes sostienen que no existe corrupción en el imperio estadounidense se equivocan. Allí, como en todo el mundo campea el más horrendo de los delitos, aunque se hace todo lo posible por no identificarlos plenamente, esconderlos o taparlos, pero si es demasiado obvio se termina en juzgados o con la obligada renuncia de las funciones desempeñadas por el corrupto. Existen unos diez países que aplican la pena de muerte a los corruptos, entre ellos, China, Filipinas y otros, pero la pena de muerte es totalmente opuesta a la mayoría de legislaciones nacionales y arduamente criticada por organismo defensores de los derechos humanos.
La corrupción es el más grave y detestable de todos los delitos porque roba, con descaro y amparados en el anonimato, a todo un pueblo y sin ninguna vergüenza, apremio o una pizca de dignidad. El corrupto se lleva todo lo que puede y siempre estará a la espera que haya más, porque es en extremo ambicioso, glotón, y, porque siempre está convencido y seguro de que a él o ella no le atraparán; es decir tiene la misma o similar sicología del delincuente común que se cree muy inteligente y que nunca irá a parar a la cárcel.
En nuestro país la corrupción ha sido un tema que no ha cambiado desde el mismo inicio de la época republicana, no está de más recordar la famosa frase independentista que decía “último día del despotismo y primero de lo mismo” (anónimo), en el que la explotación del ser humano, el regionalismo (Sierra Norte, Sur – Costa) y los sistemas de corrupción dentro de la administración pública no cambiaron en esta creación nacional llamada Ecuador, manteniéndose un sistema corrupto, oligárquico y terrateniente[1]. Hoy en día poseemos una larga tradición de inseguridad jurídica heredada desde la época republicana por más de dos decenas de constituciones, reformas e “innovaciones” normativas, reglamentaciones, ordenanzas y demás instrumentos jurídicos positivos que son reflejo de los típicos desordenes del poder que buscan crear una gruesa telaraña normativa.
A lo largo del periodo vigente han sido varios los casos de corrupción que han saltado a la luz pública –y definitivamente muchos más los que guardan el más cómplice silencio- desde el retorno a la democracia en el año 1979, en el que los fondos públicos han sido el festín de las diferentes clases políticas de fondo populistas que reposan en los archivos de la historia de nuestro país, sostenía el Mg. Pedro Martín Páez Bimos (Mg)
Sin duda alguna, los seres humanos son seres muy complejos, que lidian todos los días con dilemas morales, éticos y legales. Todos estos con una carga conductual importante, que encaminan nuestras conductas bajo lo que aprendemos todos los días y lo que se impone por fuerza externa, buscando el equilibrio entre la convivencia de grupo con el desarrollo individual. En este sentido, los parámetros éticos para un funcionario público, el cual tiene como principal motor el servir a sus ciudadanos, debe tener un plus de probidad en el ejercicio de sus funciones y luchar contra la corrupción.
Sólo que el funcionario público que, incluso, posee títulos académicos, a menudo se olvida de elementales principios de la ética, y en cuanto tiene la oportunidad se convierte en un corrupto de la peor especie, con elevada hipocresía, y con la apariencia de ser una persona de honor. Se transforma en un especialista del engaño, la mentira y la traición.
Al referirse al delito de la corrupción, Martín Páez Bimos sostiene que en el Ecuador, la corrupción ha sido un tema que no ha cambiado desde el mismo inicio de la época republicana, no está de más recordar la famosa frase independentista que decía “último día del despotismo y primero de lo mismo” (anónimo), en el que la explotación del ser humano, el regionalismo (Sierra Norte, Sur – Costa) y los sistemas de corrupción dentro de la administración pública no cambiaron en esta creación nacional llamada Ecuador, manteniéndose un sistema corrupto, oligárquico y terrateniente. Hoy en día poseemos una larga tradición de inseguridad jurídica heredada desde la época republicana por más de dos decenas de constituciones, reformas e “innovaciones” normativas, reglamentaciones, ordenanzas y demás instrumentos jurídicos positivos que son reflejo de los típicos desórdenes del poder que buscan crear una gruesa telaraña normativa.
A lo largo del periodo vigente han sido varios los casos de corrupción que han saltado a la luz pública –y definitivamente muchos más los que guardan el más cómplice silencio- desde el retorno a la democracia en el año 1979, en el que los fondos públicos han sido el festín de las diferentes clases políticas de fondo populistas que reposan en los archivos de la historia de nuestro país.
En este sentido, los parámetros éticos para un funcionario público, el cual tiene como principal motor el servir a sus ciudadanos, debe tener un plus de probidad en el ejercicio de sus funciones y luchar contra la corrupción. Es así como lo pone de manifiesto nuestra Constitución en el artículo 11.9 sobre los derechos garantizados en el mismo texto, y, sobre todo, en los artículos 3.8 y 83.8 que establecen el derecho a vivir en un país libre de corrupción, estableciendo la obligación de denuncia de dichos actos.
TRANSPARENCIA EN LA ADMINISTRACIÓN
Es interesante revisar como el principio de la transparencia de las actividades administrativas ha tenido una evolución importante. Recién desde el 18 de mayo del 2004, entró en vigencia la Ley Orgánica de Transparencia y Acceso a la Información Pública en el Ecuador, la cual busca cumplir las principales obligaciones del Derecho Internacional sobre el tema, y que corresponden con el Pacto Internacional de Derechos Políticos y la Convención Americana de Derechos Humanos, entre otras obligaciones que adquirió el Ecuador. No obstante, existen ciertas limitaciones como es el caso de la información catalogada como “confidencial”, es decir, aquella que no está sujeta al principio de publicidad y derivada de los derechos personalísimos de los individuos (intima o personal), en concordancia con los preceptos constitucionales que establece el artículo 91 y las diversas normas sobre esta materia.
Esta ley fue un avance para limitar desde el punto de vista normativo y del Derecho, las diferentes irregularidades que se cometían en décadas anteriores. Sin embargo, actualmente se cumplen de manera parcial variando de cada institución pública en sus diferentes portales web (la común opción “Transparencia”) o en sus dependencias físicas que existen en la actualidad, por motivos que no tienen que ver muchas veces con la Ley de Transparencia, sino con factores propios de la corrupción sistemática en la que vivimos. Una correcta cultura de transparencia permite un control por parte de la sociedad con mayor rigurosidad, teniendo como meta el buen gobierno.
Sin importar los diferentes mecanismos, normativa administrativa-penal y canales de denuncia, el aspecto ético no es freno suficiente para este desbande de manos sucias que entra a las diferentes instituciones del sector público, practicando el más natural individualismo para obtener un beneficio propio, dejando en último plano el sentido social de su función. Pero del otro lado, existe un factor clave en este fenómeno que tiene que ver con el poder político, el cual se encuentra presente en toda la estructura estatal por naturaleza, el cual se interrelaciona con el obrar del funcionario. Este abuso del poder que se vincula con el utilitarismo propio de la jerarquía, que desde la perspectiva de Walzer busca ser justificado por el bien común –en el sentido que se puede cometer actos corruptos para evitar un mal mayor-, no se debe dar y no es justificable ya que deja la puerta abierta para un conjunto de conductas nocivas a la sociedad.
Mientras más tolerancia exista a las diversas conductas corruptas y a las manos sucias, el panorama sistémico de corrupción no va a cambiar, y esto no tiene que ver con una expansión penal, sino con la simple eficacia de las normas actualmente establecidas, así como de los protocolos y diversos sistemas jurídico-policiales, que permita que estos agentes sean sancionados. Así como la debida aplicación de las normas administrativas-sancionadoras que deben tomar forma en virtud del principio de mínima intervención penal y los mecanismos de juicios políticos creados para las autoridades susceptibles de dichos procedimientos, para que de esta forma se logre rescatar desde sus últimos gritos de auxilio a la probidad e integridad pública, sostenía Páez Bimos.
Para la analista Ruth Hidalgo, la corrupción se ha convertido en el problema más importante con el cual está lidiando la democracia contemporánea y América Latina, en el Ecuador es muy difícil luchar contra ella porque su actividad, sostenida durante años, ha logrado infiltrarse en varios niveles de la sociedad. No sólo la función pública está afectada por ese flagelo, sino que ha contaminado la política y la sociedad misma que se ha vuelto tolerante con ella; entre otras cosas porque la impunidad empieza a operar como el salvoconducto de los corruptos.
Este fenómeno se reproduce especialmente cuando las instituciones más importantes como la Justicia y las fuerzas del orden son debilitadas sistemáticamente, ya sea porque sus miembros son ineficientes o, peor aún, porque son cooptados por el crimen organizado. Cuando esto sucede, aquellas instituciones dejan de cumplir su labor y se vuelven cómplices de todo tipo de delitos. Porque cuando aceptan recibir dinero proveniente de actos ilícitos, empiezan a tapar un acto delincuencial con otro y terminan siendo parte de una rueda de molino que tritura la ley y se lleva por delante la seguridad, la paz y la Justicia.
Ecuador ha estado inmerso en una serie de hechos que huelen a corrupción. En medio de una gran polémica, se conoció de la aplicación del sistema de prelibertad para uno de los implicados importantes del caso Odebrecht. Ricardo Rivera salía campante luego de haber sido sentenciado en el caso en que se recibieron 13,5 millones de dólares a cambio de conceder, a esa constructora, contratos con el Estado, según la acusación fiscal por la que fue condenado. Sale sin haber cumplido con la reparación económica señalada para enmendar el perjuicio al Estado. Ni un solo dólar recuperado.
Los análisis jurídicos sobre esta salida abundan: que, si legalmente le correspondía, que, si fue la Justicia mal manejada la culpable de esta novedad etc, etc… Pero más allá de la legitimidad o derecho que le asistía al susodicho, lo cierto es que, en el largo plazo, este hecho puede llegar a tener efectos muy negativos para la colectividad; una colectividad que presenció en video cómo el hoy beneficiado recibía un maletín de dinero producto de negociados.
Entonces, ¿se podría decir que en este país se roba millones, pasas unos añitos en cana y luego te sueltan? ¿La famosa sana crítica de los operadores de Justicia sólo cabe para ciertos casos? Ese no es un caso cualquiera: se trata de un implicado en el caso Odebrecht, uno de los más sonados en el mundo y considerado como la punta del ovillo de la corrupción de la función pública en Latinoamérica.
Se podría decir, en este caso, “ciega mismo ha sido la Justicia”. Lo grave es que el mensaje que recibe un ciudadano común, que pasa las de Caín todos los días para conseguir trabajo honesto, es que en el Ecuador el crimen sí paga. Con ese criterio posicionado, cualquier esfuerzo de lucha contra la corrupción será más difícil.
Pero no es ese el único caso que ha indignado al país. Conocer que la corrupción ha infiltrado a los altos mandos policiales y la posibilidad de que existan narcogenerales, sin duda es más que preocupante; es aberrante. Si eso llegara a comprobarse significa que el orden y la seguridad del país entero estuvo en manos de gente que operaba para intereses de criminales. Que los más altos estamentos de una institución, creada para proteger a la ciudadanía, reciban dinero del crimen organizado para protegerlos a ellos y sus negocios, hace pensar que, en el Ecuador, se operaba igual que en tiempos de Pablo Escobar: ni más ni menos.
Ahora se entienden muchas cosas: las toneladas de droga que circulaban libremente sin ser descubiertas; las caletas encontradas en el suelo o en el techo de algunas casas; las desapariciones sin solución -entre otros delitos conexos-, sin olvidarnos de los feudos de poder que existen en las cárceles y que son provistos de armas que nunca se saben cómo llegan allí.
Jaime Rodríguez Alba realiza un análisis sobre Ética para corruptos del autor español Óscar Diego. Afirmaba que, en efecto, como él mismo dice, luego de realizar un minucioso análisis sobre la definición, causas y programas para evitar la corrupción es intentar extirpar la corrupción del mundo de la política y del gobierno es una pretensión utópica, ya que implicaría cambiar el rumbo de la humanidad al trazar una nueva ruta que modifique el estilo de vida contemporáneo. Lo que sí es posible realizar es el fortalecimiento de la moral social a fin de establecer principios éticos que guíen el actuar de los servidores públicos estableciendo un dique que frene el mar de corrupción y dé un giro hacia un buen gobierno, en el que se abandonen las conductas basadas en antivalores.
La corrupción es estudiada por el autor en lo relativo a los factores económicos, administrativos y sociales de la corrupción. En efecto, el espíritu capitalista que lleva a colonizar ámbitos del «mundo de la vida» y a convertirlos a la esfera del mercado, la aplicación de principios de gestión empresarial a lo público, la actuación de los organismos financieros internacionales, así como las prácticas de las empresas multinacionales y la labor de los gestores privados son analizados como factores de corrupción. Menos valor otorga el autor a la idea de que los funcionarios se corrompen por la baja remuneración de sus trabajos. Aporta en contra evidencias empíricas e insiste en la necesidad de generar una «cultura de servicio» y la profesionalidad del cuerpo funcionarial, como remedios más eficaces que la equiparación salarial con los gestores privados. Finalmente, en lo relativo al análisis de los factores sociales, se recrea el autor en la cuestión de la sociedad de consumo, sociedad que no fomenta la cultura de servicio ni las actitudes exigidas para su desempeño; sino que potencia el anhelo de poder, causa psicológica -podríamos decir- de la corrupción. También destaca, y en esto hay que reconocer intuición y coraje -por decirlo en un momento en el que todo el mundo parece sostener lo contrario-, como uno de los factores sociales que fomentan la corrupción, el descuido de las áreas sociales y humanísticas.
Cardona y otros explican la corrupción en Colombia, al señalar algunas ideas sobre la corrupción presentadas en la página web de la Presidencia de la República de Colombia. Allí se plantea cómo esta puede ser entendida en cuanto es: “el abuso del poder público en beneficio privado”. O también “como toda aquella acción u omisión del servidor público que
lo lleva a desviarse de los deberes formales de su cargo con el objeto de obtener beneficios pecuniarios, políticos, o de posición social, así como cualquier utilización en beneficio personal o político de información privilegiada, influencias u oportunidades”.
“La corrupción es entonces, un vicio, un abuso, una mala costumbre en el manejo de la cosa pública. Pero no es un problema exclusivo de los gobiernos ni de los organismos de control y vigilancia del Estado. Es un problema de todos y, como tal, así lo debemos asumir los colombianos. De hecho, hoy existe un acuerdo tácito entre la ciudadanía y el Estado para combatirla.
Prueba de ello es la respuesta a los programas anticorrupción del Gobierno Nacional, liderados por el Programa Presidencial de Lucha contra la Corrupción, para que los ciudadanos informen, a través de éste, los casos de corrupción que conozcan y, así, ejerzan el control social de que habla la Constitución.
Respecto a sus consecuencias se considera que “la CORRUPCIÓN puede ser el obstáculo individual más devastador que se opone al desarrollo económico, social y político en países que carecen de sistemas políticos abiertos” (Peter Eigen, presidente Transparencia Internacional).
Si es que se refiere a las relaciones entre corrupción, ética, ciudadanía y democracia, es preciso hablar de poder público, beneficio privado, deberes, beneficio personal, mala costumbre, desarrollo, sistemas políticos abiertos, todas ellas tienen que ver con la ética, la ciudadanía y la formación de y para la democracia. En la línea de investigación sobre “Educación y Democracia” que desarrollamos en la Universidad Católica de Manizales, hemos optado por estudiar y conceptualizar la acepción de la democracia como estilo de vida;1 por ello consideramos que Ésta es constituida en la vida cotidiana de manera reflexiva por los ciudadanos y ciudadanas quienes intencionalmente la concretan mediante la vivencia de la ética, los valores, la moral y la ciudadanía en cuanto categorías fundantes de esta manera de asumir la democracia. Álvaro Díaz Gómez, Ética y corrupción en lo público y la democracia explica que existe una relación entre estas dos categorías, por lo que se completan; aquí la segunda es contenida por la primera, no se puede hablar de corrupción
sin referirnos a la ética, aunque sí podemos hacerlo sobre esta sin referirnos a aquella.
José Manuel Urquiza sostiene que la falta de ética pública de nuestros gobernantes, es la causa principal de la corrupción política. Explica que la corrupción, en mayor o menor grado, ha existido siempre en el ámbito de la gestión de los asuntos públicos. En todos los tiempos, sistemas políticos, culturas y religiones. El fenómeno es global. Al parecer, las graves penas establecidas ya en el Código de Hammurabi contra los gobernantes corruptos no han devenido eficaces. Cicerón forjó su carrera política denunciando la corrupción de Verres. En la obra Breviario de los políticos, del cardenal Mazarino, se destaca el capítulo “dar y hacer regalos”: relevantes ministros de la Monarquía francesa de 1700 fueron grandes depredadores. El comercio mundial se desarrolló en el siglo XVII bajo la bandera de las comisiones ocultas. Hasta el Estado Vaticano se ha visto envuelto en algún asunto de corrupción (verbigracia, cardenal Marzinkus y el Banco Ambrosiano).
La corrupción política, entendida como utilización espuria, por parte del gobernante, de potestades públicas, en beneficio propio o de terceros afines y en perjuicio del interés general, es un mal canceroso que vive en simbiosis con el sistema democrático, a pesar de ser teóricamente incompatible con el mismo, y que debe preocupar muy seriamente a todos los demócratas, ya que corroe los cimientos de la democracia, en tanto que elimina la obligada distinción entre bien público y bien privado, característica de cualquier régimen liberal y democrático; rompe la idea de igualdad política, económica, de derechos y de oportunidades, pervirtiendo el pacto social; traiciona el Estado de Derecho; supone desprestigio de la política y correlativa desconfianza de la ciudadanía en el sistema, desigualdad en la pugna política, violación de la legalidad y atentado a las reglas del mercado.
En España, en los últimos años, numerosos sucesos han puesto de manifiesto que el fenómeno de la corrupción en la gobernabilidad del Estado (principalmente, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos), no es algo coyuntural, sino estructural, que prolifera peligrosamente en las instituciones públicas. Los casos de corrupción han revelado que muchas Corporaciones Públicas han estado sometidas al poder económico y se han convertido así, crecientemente, en verdaderas plataformas de negocios varios, y de tráfico de influencias; hasta el punto de que hoy se corre el riesgo, cierto, de que intereses de grupos de presión económicos cambien el sentido del sacrosanto concepto del interés general, para inhabilitarlo. Obviamente, no es posible una estadística real de la corrupción, que por definición es oculta; y, de otra parte, como es natural, no todos los mandatarios públicos son corruptos.
En una sociedad abierta y democrática como la española, todos, en mayor o menor medida, somos responsables de la ola de corrupción que nos asola. Los políticos que la practican, promoviéndola o aceptándola; los sobornadores ( promotores empresariales), ora causantes, ora víctimas; los partidos políticos, carentes a estas alturas de autoridad moral para combatirla; el estamento judicial ( jueces y fiscales), que en muchas ocasiones no ha dado la talla; las instituciones encargadas del control y fiscalización de la actividad administrativa, negligentes casi siempre en su tarea; los medios de comunicación, silenciando o minimizando, a veces, el fenómeno corrupto; la intelectualidad, poco comprometida en la lucha para erradicarla; la ciudadanía en general, tolerante en exceso con el político corrupto, quizás porque aún no es consciente de que la corrupción la paga de su bolsillo.
Las causas que propician esta perversión pública son múltiples, a saber: la partidocracia, con sus taras e imperfecciones; la profesionalización de la política, entendida en su peor versión; el fenómeno del transfuguismo; o el deficiente sistema de financiación de las formaciones políticas. Otras, propias del municipalismo, son la crónica insuficiencia de sus recursos económicos; el raquítico régimen de incompatibilidades legales de alcaldes y concejales; la galopante empresarización de los Ayuntamientos para huir del Derecho Administrativo; o el deficiente sistema legal de control interno de los actos económico-financieros de los entes locales.
Pero, por encima de todas ellas, la causa primera de todos los males en el sector público español es la falta de ética pública de muchos de nuestros gobernantes, llegados a la política no por vocación ni espíritu de servicio, ni siquiera por ideología (¡qué rancios suenan ya estos conceptos!), sino por propio interés.
En términos generales, ética es el sentido, la intuición o la conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo que debe evitarse. La ética pública ha de ser correlativa de la privada. Mal podrá defender la integridad y la moralidad en el plano público quien carece de ella.
Por otra parte, la actuación de cualquiera que realiza una función pública en nuestro país debe estar presidida por la idea de servicio de los intereses generales, que es el principal valor político. El artículo 103 de la Constitución Española – “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales”- constituye un mandato para autoridades y funcionarios. Los valores clásicos del gestor público (imparcialidad, neutralidad, honradez y probidad) se han de ver complementados hoy con los nuevos valores de eficacia y transparencia, propios de las Administraciones Públicas del siglo XXI.
La corrupción socava la integridad moral de una sociedad. Supone la quiebra general de los valores morales. La corrupción pública, en cuanto supone lucro indebido del agente y su disposición a mal utilizar las potestades públicas que tiene encomendadas, es una práctica inmoral, ante todo; una violación de los principios éticos, sean individuales o sociales.
Algunos analistas consideran que la ética pública ha perdido hoy relevancia social, dada su naturaleza subjetiva. La gran mayoría entiende, sin embargo, que la ética ha de ser el mejor antídoto contra el veneno de la corrupción, y preconiza la necesidad de un rearme ético, de un regreso a los valores antes enunciados. Por eso, se observa últimamente en el mundo una gran preocupación oficial por la ética pública (el Informe Kelly, en Gran Bretaña, sobre gastos diputados británicos; Recomendación del Consejo de la OCDE, de 1998; Convención Americana contra la Corrupción, de 1996).
La política, que puede ser la más noble de todas las tareas, es susceptible de convertirse en el más vil de los oficios; precisamente porque es una actividad humana y, como tal, defectuosa. Todo el mundo coincide en que la ejemplaridad y la honradez son virtudes que deben presidir la actuación de los políticos, en tanto que escaparate y guía de la ciudadanía.
Pues bien, es la falta generalizada de ética pública de nuestros gestores municipales, por ejemplo, la razón principal del despilfarro del gasto público en los Ayuntamientos, del favoritismo en la selección del personal o en la contratación de obras y servicios, de la interesada arbitrariedad en la planificación urbanística, de la negligencia en la gestión del patrimonio municipal o de los frecuentes cambalaches en la composición de las mayorías de gobierno. Es a partir de la ausencia de moral, o de dignidad en el desempeño del cargo, cuando el funcionario revestido de capacidad decisoria o meramente asesora, experimenta un total desprecio por el interés general de la ciudadanía y utiliza sus potestades en beneficio particular propio, de sus allegados o de su partido, orillando los principios constitucionales de eficacia, objetividad, independencia e igualdad, y demás preceptos legales y reglamentarios. Se corrompe, en definitiva.
En suma, la corrupción es global, es un cáncer que corroe silenciosamente a los pueblos, Estados y naciones. Es una lacra social, es la falta de ética pública en la clase política, en los funcionarios de los gobiernos nacionales y seccionales de todos los niveles y jerarquías. Para mayor tragedia, la corrupción es el denominador común de “la práctica presuntamente corrupta a que se refieren los escándalos de corrupción” que se han vuelto cotidianos.
Quienes sostienen que no existe corrupción en el imperio estadounidense se equivocan. Allí, como en todo el mundo campea el más horrendo de los delitos, aunque se hace todo lo posible por no identificarlos plenamente, esconderlos o taparlos, pero si es demasiado obvio se termina en juzgados o con la obligada renuncia de las funciones desempeñadas por el corrupto. Existen unos diez países que aplican la pena de muerte a los corruptos, entre ellos, China, Filipinas y otros, pero la pena de muerte es totalmente opuesta a la mayoría de legislaciones nacionales y arduamente criticada por organismo defensores de los derechos humanos.
La corrupción es el más grave y detestable de todos los delitos porque roba, con descaro y amparados en el anonimato, a todo un pueblo y sin ninguna vergüenza, apremio o una pizca de dignidad. El corrupto se lleva todo lo que puede y siempre estará a la espera que haya más, porque es en extremo ambicioso, glotón, y, porque siempre está convencido y seguro de que a él o ella no le atraparán; es decir tiene la misma o similar sicología del delincuente común que se cree muy inteligente y que nunca irá a parar a la cárcel.
En nuestro país la corrupción ha sido un tema que no ha cambiado desde el mismo inicio de la época republicana, no está de más recordar la famosa frase independentista que decía “último día del despotismo y primero de lo mismo” (anónimo), en el que la explotación del ser humano, el regionalismo (Sierra Norte, Sur – Costa) y los sistemas de corrupción dentro de la administración pública no cambiaron en esta creación nacional llamada Ecuador, manteniéndose un sistema corrupto, oligárquico y terrateniente[1]. Hoy en día poseemos una larga tradición de inseguridad jurídica heredada desde la época republicana por más de dos decenas de constituciones, reformas e “innovaciones” normativas, reglamentaciones, ordenanzas y demás instrumentos jurídicos positivos que son reflejo de los típicos desordenes del poder que buscan crear una gruesa telaraña normativa.
A lo largo del periodo vigente han sido varios los casos de corrupción que han saltado a la luz pública –y definitivamente muchos más los que guardan el más cómplice silencio- desde el retorno a la democracia en el año 1979, en el que los fondos públicos han sido el festín de las diferentes clases políticas de fondo populistas que reposan en los archivos de la historia de nuestro país, sostenía el Mg. Pedro Martín Páez Bimos (Mg)
Sin duda alguna, los seres humanos son seres muy complejos, que lidian todos los días con dilemas morales, éticos y legales. Todos estos con una carga conductual importante, que encaminan nuestras conductas bajo lo que aprendemos todos los días y lo que se impone por fuerza externa, buscando el equilibrio entre la convivencia de grupo con el desarrollo individual. En este sentido, los parámetros éticos para un funcionario público, el cual tiene como principal motor el servir a sus ciudadanos, debe tener un plus de probidad en el ejercicio de sus funciones y luchar contra la corrupción.
Sólo que el funcionario público que, incluso, posee títulos académicos, a menudo se olvida de elementales principios de la ética, y en cuanto tiene la oportunidad se convierte en un corrupto de la peor especie, con elevada hipocresía, y con la apariencia de ser una persona de honor. Se transforma en un especialista del engaño, la mentira y la traición.
Al referirse al delito de la corrupción, Martín Páez Bimos sostiene que en el Ecuador, la corrupción ha sido un tema que no ha cambiado desde el mismo inicio de la época republicana, no está de más recordar la famosa frase independentista que decía “último día del despotismo y primero de lo mismo” (anónimo), en el que la explotación del ser humano, el regionalismo (Sierra Norte, Sur – Costa) y los sistemas de corrupción dentro de la administración pública no cambiaron en esta creación nacional llamada Ecuador, manteniéndose un sistema corrupto, oligárquico y terrateniente. Hoy en día poseemos una larga tradición de inseguridad jurídica heredada desde la época republicana por más de dos decenas de constituciones, reformas e “innovaciones” normativas, reglamentaciones, ordenanzas y demás instrumentos jurídicos positivos que son reflejo de los típicos desórdenes del poder que buscan crear una gruesa telaraña normativa.
A lo largo del periodo vigente han sido varios los casos de corrupción que han saltado a la luz pública –y definitivamente muchos más los que guardan el más cómplice silencio- desde el retorno a la democracia en el año 1979, en el que los fondos públicos han sido el festín de las diferentes clases políticas de fondo populistas que reposan en los archivos de la historia de nuestro país.
En este sentido, los parámetros éticos para un funcionario público, el cual tiene como principal motor el servir a sus ciudadanos, debe tener un plus de probidad en el ejercicio de sus funciones y luchar contra la corrupción. Es así como lo pone de manifiesto nuestra Constitución en el artículo 11.9 sobre los derechos garantizados en el mismo texto, y, sobre todo, en los artículos 3.8 y 83.8 que establecen el derecho a vivir en un país libre de corrupción, estableciendo la obligación de denuncia de dichos actos.
TRANSPARENCIA EN LA ADMINISTRACIÓN
Es interesante revisar como el principio de la transparencia de las actividades administrativas ha tenido una evolución importante. Recién desde el 18 de mayo del 2004, entró en vigencia la Ley Orgánica de Transparencia y Acceso a la Información Pública en el Ecuador, la cual busca cumplir las principales obligaciones del Derecho Internacional sobre el tema, y que corresponden con el Pacto Internacional de Derechos Políticos y la Convención Americana de Derechos Humanos, entre otras obligaciones que adquirió el Ecuador. No obstante, existen ciertas limitaciones como es el caso de la información catalogada como “confidencial”, es decir, aquella que no está sujeta al principio de publicidad y derivada de los derechos personalísimos de los individuos (intima o personal), en concordancia con los preceptos constitucionales que establece el artículo 91 y las diversas normas sobre esta materia.
Esta ley fue un avance para limitar desde el punto de vista normativo y del Derecho, las diferentes irregularidades que se cometían en décadas anteriores. Sin embargo, actualmente se cumplen de manera parcial variando de cada institución pública en sus diferentes portales web (la común opción “Transparencia”) o en sus dependencias físicas que existen en la actualidad, por motivos que no tienen que ver muchas veces con la Ley de Transparencia, sino con factores propios de la corrupción sistemática en la que vivimos. Una correcta cultura de transparencia permite un control por parte de la sociedad con mayor rigurosidad, teniendo como meta el buen gobierno.
Sin importar los diferentes mecanismos, normativa administrativa-penal y canales de denuncia, el aspecto ético no es freno suficiente para este desbande de manos sucias que entra a las diferentes instituciones del sector público, practicando el más natural individualismo para obtener un beneficio propio, dejando en último plano el sentido social de su función. Pero del otro lado, existe un factor clave en este fenómeno que tiene que ver con el poder político, el cual se encuentra presente en toda la estructura estatal por naturaleza, el cual se interrelaciona con el obrar del funcionario. Este abuso del poder que se vincula con el utilitarismo propio de la jerarquía, que desde la perspectiva de Walzer busca ser justificado por el bien común –en el sentido que se puede cometer actos corruptos para evitar un mal mayor-, no se debe dar y no es justificable ya que deja la puerta abierta para un conjunto de conductas nocivas a la sociedad.
Mientras más tolerancia exista a las diversas conductas corruptas y a las manos sucias, el panorama sistémico de corrupción no va a cambiar, y esto no tiene que ver con una expansión penal, sino con la simple eficacia de las normas actualmente establecidas, así como de los protocolos y diversos sistemas jurídico-policiales, que permita que estos agentes sean sancionados. Así como la debida aplicación de las normas administrativas-sancionadoras que deben tomar forma en virtud del principio de mínima intervención penal y los mecanismos de juicios políticos creados para las autoridades susceptibles de dichos procedimientos, para que de esta forma se logre rescatar desde sus últimos gritos de auxilio a la probidad e integridad pública, sostenía Páez Bimos.
Para la analista Ruth Hidalgo, la corrupción se ha convertido en el problema más importante con el cual está lidiando la democracia contemporánea y América Latina, en el Ecuador es muy difícil luchar contra ella porque su actividad, sostenida durante años, ha logrado infiltrarse en varios niveles de la sociedad. No sólo la función pública está afectada por ese flagelo, sino que ha contaminado la política y la sociedad misma que se ha vuelto tolerante con ella; entre otras cosas porque la impunidad empieza a operar como el salvoconducto de los corruptos.
Este fenómeno se reproduce especialmente cuando las instituciones más importantes como la Justicia y las fuerzas del orden son debilitadas sistemáticamente, ya sea porque sus miembros son ineficientes o, peor aún, porque son cooptados por el crimen organizado. Cuando esto sucede, aquellas instituciones dejan de cumplir su labor y se vuelven cómplices de todo tipo de delitos. Porque cuando aceptan recibir dinero proveniente de actos ilícitos, empiezan a tapar un acto delincuencial con otro y terminan siendo parte de una rueda de molino que tritura la ley y se lleva por delante la seguridad, la paz y la Justicia.
Ecuador ha estado inmerso en una serie de hechos que huelen a corrupción. En medio de una gran polémica, se conoció de la aplicación del sistema de prelibertad para uno de los implicados importantes del caso Odebrecht. Ricardo Rivera salía campante luego de haber sido sentenciado en el caso en que se recibieron 13,5 millones de dólares a cambio de conceder, a esa constructora, contratos con el Estado, según la acusación fiscal por la que fue condenado. Sale sin haber cumplido con la reparación económica señalada para enmendar el perjuicio al Estado. Ni un solo dólar recuperado.
Los análisis jurídicos sobre esta salida abundan: que, si legalmente le correspondía, que, si fue la Justicia mal manejada la culpable de esta novedad etc, etc… Pero más allá de la legitimidad o derecho que le asistía al susodicho, lo cierto es que, en el largo plazo, este hecho puede llegar a tener efectos muy negativos para la colectividad; una colectividad que presenció en video cómo el hoy beneficiado recibía un maletín de dinero producto de negociados.
Entonces, ¿se podría decir que en este país se roba millones, pasas unos añitos en cana y luego te sueltan? ¿La famosa sana crítica de los operadores de Justicia sólo cabe para ciertos casos? Ese no es un caso cualquiera: se trata de un implicado en el caso Odebrecht, uno de los más sonados en el mundo y considerado como la punta del ovillo de la corrupción de la función pública en Latinoamérica.
Se podría decir, en este caso, “ciega mismo ha sido la Justicia”. Lo grave es que el mensaje que recibe un ciudadano común, que pasa las de Caín todos los días para conseguir trabajo honesto, es que en el Ecuador el crimen sí paga. Con ese criterio posicionado, cualquier esfuerzo de lucha contra la corrupción será más difícil.
Pero no es ese el único caso que ha indignado al país. Conocer que la corrupción ha infiltrado a los altos mandos policiales y la posibilidad de que existan narcogenerales, sin duda es más que preocupante; es aberrante. Si eso llegara a comprobarse significa que el orden y la seguridad del país entero estuvo en manos de gente que operaba para intereses de criminales. Que los más altos estamentos de una institución, creada para proteger a la ciudadanía, reciban dinero del crimen organizado para protegerlos a ellos y sus negocios, hace pensar que, en el Ecuador, se operaba igual que en tiempos de Pablo Escobar: ni más ni menos.
Ahora se entienden muchas cosas: las toneladas de droga que circulaban libremente sin ser descubiertas; las caletas encontradas en el suelo o en el techo de algunas casas; las desapariciones sin solución -entre otros delitos conexos-, sin olvidarnos de los feudos de poder que existen en las cárceles y que son provistos de armas que nunca se saben cómo llegan allí.
Jaime Rodríguez Alba realiza un análisis sobre Ética para corruptos del autor español Óscar Diego. Afirmaba que, en efecto, como él mismo dice, luego de realizar un minucioso análisis sobre la definición, causas y programas para evitar la corrupción es intentar extirpar la corrupción del mundo de la política y del gobierno es una pretensión utópica, ya que implicaría cambiar el rumbo de la humanidad al trazar una nueva ruta que modifique el estilo de vida contemporáneo. Lo que sí es posible realizar es el fortalecimiento de la moral social a fin de establecer principios éticos que guíen el actuar de los servidores públicos estableciendo un dique que frene el mar de corrupción y dé un giro hacia un buen gobierno, en el que se abandonen las conductas basadas en antivalores.
La corrupción es estudiada por el autor en lo relativo a los factores económicos, administrativos y sociales de la corrupción. En efecto, el espíritu capitalista que lleva a colonizar ámbitos del «mundo de la vida» y a convertirlos a la esfera del mercado, la aplicación de principios de gestión empresarial a lo público, la actuación de los organismos financieros internacionales, así como las prácticas de las empresas multinacionales y la labor de los gestores privados son analizados como factores de corrupción. Menos valor otorga el autor a la idea de que los funcionarios se corrompen por la baja remuneración de sus trabajos. Aporta en contra evidencias empíricas e insiste en la necesidad de generar una «cultura de servicio» y la profesionalidad del cuerpo funcionarial, como remedios más eficaces que la equiparación salarial con los gestores privados. Finalmente, en lo relativo al análisis de los factores sociales, se recrea el autor en la cuestión de la sociedad de consumo, sociedad que no fomenta la cultura de servicio ni las actitudes exigidas para su desempeño; sino que potencia el anhelo de poder, causa psicológica -podríamos decir- de la corrupción. También destaca, y en esto hay que reconocer intuición y coraje -por decirlo en un momento en el que todo el mundo parece sostener lo contrario-, como uno de los factores sociales que fomentan la corrupción, el descuido de las áreas sociales y humanísticas.
Cardona y otros explican la corrupción en Colombia, al señalar algunas ideas sobre la corrupción presentadas en la página web de la Presidencia de la República de Colombia. Allí se plantea cómo esta puede ser entendida en cuanto es: “el abuso del poder público en beneficio privado”. O también “como toda aquella acción u omisión del servidor público que
lo lleva a desviarse de los deberes formales de su cargo con el objeto de obtener beneficios pecuniarios, políticos, o de posición social, así como cualquier utilización en beneficio personal o político de información privilegiada, influencias u oportunidades”.
“La corrupción es entonces, un vicio, un abuso, una mala costumbre en el manejo de la cosa pública. Pero no es un problema exclusivo de los gobiernos ni de los organismos de control y vigilancia del Estado. Es un problema de todos y, como tal, así lo debemos asumir los colombianos. De hecho, hoy existe un acuerdo tácito entre la ciudadanía y el Estado para combatirla.
Prueba de ello es la respuesta a los programas anticorrupción del Gobierno Nacional, liderados por el Programa Presidencial de Lucha contra la Corrupción, para que los ciudadanos informen, a través de éste, los casos de corrupción que conozcan y, así, ejerzan el control social de que habla la Constitución.
Respecto a sus consecuencias se considera que “la CORRUPCIÓN puede ser el obstáculo individual más devastador que se opone al desarrollo económico, social y político en países que carecen de sistemas políticos abiertos” (Peter Eigen, presidente Transparencia Internacional).
Si es que se refiere a las relaciones entre corrupción, ética, ciudadanía y democracia, es preciso hablar de poder público, beneficio privado, deberes, beneficio personal, mala costumbre, desarrollo, sistemas políticos abiertos, todas ellas tienen que ver con la ética, la ciudadanía y la formación de y para la democracia. En la línea de investigación sobre “Educación y Democracia” que desarrollamos en la Universidad Católica de Manizales, hemos optado por estudiar y conceptualizar la acepción de la democracia como estilo de vida;1 por ello consideramos que Ésta es constituida en la vida cotidiana de manera reflexiva por los ciudadanos y ciudadanas quienes intencionalmente la concretan mediante la vivencia de la ética, los valores, la moral y la ciudadanía en cuanto categorías fundantes de esta manera de asumir la democracia. Álvaro Díaz Gómez, Ética y corrupción en lo público y la democracia explica que existe una relación entre estas dos categorías, por lo que se completan; aquí la segunda es contenida por la primera, no se puede hablar de corrupción
sin referirnos a la ética, aunque sí podemos hacerlo sobre esta sin referirnos a aquella.
José Manuel Urquiza sostiene que la falta de ética pública de nuestros gobernantes, es la causa principal de la corrupción política. Explica que la corrupción, en mayor o menor grado, ha existido siempre en el ámbito de la gestión de los asuntos públicos. En todos los tiempos, sistemas políticos, culturas y religiones. El fenómeno es global. Al parecer, las graves penas establecidas ya en el Código de Hammurabi contra los gobernantes corruptos no han devenido eficaces. Cicerón forjó su carrera política denunciando la corrupción de Verres. En la obra Breviario de los políticos, del cardenal Mazarino, se destaca el capítulo “dar y hacer regalos”: relevantes ministros de la Monarquía francesa de 1700 fueron grandes depredadores. El comercio mundial se desarrolló en el siglo XVII bajo la bandera de las comisiones ocultas. Hasta el Estado Vaticano se ha visto envuelto en algún asunto de corrupción (verbigracia, cardenal Marzinkus y el Banco Ambrosiano).
La corrupción política, entendida como utilización espuria, por parte del gobernante, de potestades públicas, en beneficio propio o de terceros afines y en perjuicio del interés general, es un mal canceroso que vive en simbiosis con el sistema democrático, a pesar de ser teóricamente incompatible con el mismo, y que debe preocupar muy seriamente a todos los demócratas, ya que corroe los cimientos de la democracia, en tanto que elimina la obligada distinción entre bien público y bien privado, característica de cualquier régimen liberal y democrático; rompe la idea de igualdad política, económica, de derechos y de oportunidades, pervirtiendo el pacto social; traiciona el Estado de Derecho; supone desprestigio de la política y correlativa desconfianza de la ciudadanía en el sistema, desigualdad en la pugna política, violación de la legalidad y atentado a las reglas del mercado.
En España, en los últimos años, numerosos sucesos han puesto de manifiesto que el fenómeno de la corrupción en la gobernabilidad del Estado (principalmente, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos), no es algo coyuntural, sino estructural, que prolifera peligrosamente en las instituciones públicas. Los casos de corrupción han revelado que muchas Corporaciones Públicas han estado sometidas al poder económico y se han convertido así, crecientemente, en verdaderas plataformas de negocios varios, y de tráfico de influencias; hasta el punto de que hoy se corre el riesgo, cierto, de que intereses de grupos de presión económicos cambien el sentido del sacrosanto concepto del interés general, para inhabilitarlo. Obviamente, no es posible una estadística real de la corrupción, que por definición es oculta; y, de otra parte, como es natural, no todos los mandatarios públicos son corruptos.
En una sociedad abierta y democrática como la española, todos, en mayor o menor medida, somos responsables de la ola de corrupción que nos asola. Los políticos que la practican, promoviéndola o aceptándola; los sobornadores ( promotores empresariales), ora causantes, ora víctimas; los partidos políticos, carentes a estas alturas de autoridad moral para combatirla; el estamento judicial ( jueces y fiscales), que en muchas ocasiones no ha dado la talla; las instituciones encargadas del control y fiscalización de la actividad administrativa, negligentes casi siempre en su tarea; los medios de comunicación, silenciando o minimizando, a veces, el fenómeno corrupto; la intelectualidad, poco comprometida en la lucha para erradicarla; la ciudadanía en general, tolerante en exceso con el político corrupto, quizás porque aún no es consciente de que la corrupción la paga de su bolsillo.
Las causas que propician esta perversión pública son múltiples, a saber: la partidocracia, con sus taras e imperfecciones; la profesionalización de la política, entendida en su peor versión; el fenómeno del transfuguismo; o el deficiente sistema de financiación de las formaciones políticas. Otras, propias del municipalismo, son la crónica insuficiencia de sus recursos económicos; el raquítico régimen de incompatibilidades legales de alcaldes y concejales; la galopante empresarización de los Ayuntamientos para huir del Derecho Administrativo; o el deficiente sistema legal de control interno de los actos económico-financieros de los entes locales.
Pero, por encima de todas ellas, la causa primera de todos los males en el sector público español es la falta de ética pública de muchos de nuestros gobernantes, llegados a la política no por vocación ni espíritu de servicio, ni siquiera por ideología (¡qué rancios suenan ya estos conceptos!), sino por propio interés.
En términos generales, ética es el sentido, la intuición o la conciencia de lo que está bien y lo que no, de lo que se ha de hacer y de lo que debe evitarse. La ética pública ha de ser correlativa de la privada. Mal podrá defender la integridad y la moralidad en el plano público quien carece de ella.
Por otra parte, la actuación de cualquiera que realiza una función pública en nuestro país debe estar presidida por la idea de servicio de los intereses generales, que es el principal valor político. El artículo 103 de la Constitución Española – “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales”- constituye un mandato para autoridades y funcionarios. Los valores clásicos del gestor público (imparcialidad, neutralidad, honradez y probidad) se han de ver complementados hoy con los nuevos valores de eficacia y transparencia, propios de las Administraciones Públicas del siglo XXI.
La corrupción socava la integridad moral de una sociedad. Supone la quiebra general de los valores morales. La corrupción pública, en cuanto supone lucro indebido del agente y su disposición a mal utilizar las potestades públicas que tiene encomendadas, es una práctica inmoral, ante todo; una violación de los principios éticos, sean individuales o sociales.
Algunos analistas consideran que la ética pública ha perdido hoy relevancia social, dada su naturaleza subjetiva. La gran mayoría entiende, sin embargo, que la ética ha de ser el mejor antídoto contra el veneno de la corrupción, y preconiza la necesidad de un rearme ético, de un regreso a los valores antes enunciados. Por eso, se observa últimamente en el mundo una gran preocupación oficial por la ética pública (el Informe Kelly, en Gran Bretaña, sobre gastos diputados británicos; Recomendación del Consejo de la OCDE, de 1998; Convención Americana contra la Corrupción, de 1996).
La política, que puede ser la más noble de todas las tareas, es susceptible de convertirse en el más vil de los oficios; precisamente porque es una actividad humana y, como tal, defectuosa. Todo el mundo coincide en que la ejemplaridad y la honradez son virtudes que deben presidir la actuación de los políticos, en tanto que escaparate y guía de la ciudadanía.
Pues bien, es la falta generalizada de ética pública de nuestros gestores municipales, por ejemplo, la razón principal del despilfarro del gasto público en los Ayuntamientos, del favoritismo en la selección del personal o en la contratación de obras y servicios, de la interesada arbitrariedad en la planificación urbanística, de la negligencia en la gestión del patrimonio municipal o de los frecuentes cambalaches en la composición de las mayorías de gobierno. Es a partir de la ausencia de moral, o de dignidad en el desempeño del cargo, cuando el funcionario revestido de capacidad decisoria o meramente asesora, experimenta un total desprecio por el interés general de la ciudadanía y utiliza sus potestades en beneficio particular propio, de sus allegados o de su partido, orillando los principios constitucionales de eficacia, objetividad, independencia e igualdad, y demás preceptos legales y reglamentarios. Se corrompe, en definitiva.
En suma, la corrupción es global, es un cáncer que corroe silenciosamente a los pueblos, Estados y naciones. Es una lacra social, es la falta de ética pública en la clase política, en los funcionarios de los gobiernos nacionales y seccionales de todos los niveles y jerarquías. Para mayor tragedia, la corrupción es el denominador común de “la práctica presuntamente corrupta a que se refieren los escándalos de corrupción” que se han vuelto cotidianos.