EL REGRESO DEL PALEOCONSERVADURISMO

EL REGRESO DEL PALEOCONSERVADURISMO

Esta redefinición de la división política fundamental en torno de la rehabilitación de las fronteras es una herencia del precursor de la Alt-Right: el paleoconservadurismo. Esta corriente nacionalista, proteccionista y aislacionista encarnada por el periodista Pat Buchanan, candidato a las presidenciales en 1992, 1996 y 2000, fue teorizada por su asesor, Samuel T. Francis (1947-2005). Para el jag, este ensayista es «lo que más se acerca a la fuente del pensamiento trumpiano». El autor de un extenso artículo titulado «From Household to Nation» [Del hogar a la nación], publicado en Chronicles Magazine, explica allí en 1996 que la mundialización tan alabada por los dos partidos en el gobierno beneficia en gran medida a una pequeña elite global y un poco a los estadounidenses más pobres que acceden a productos económicos, pero castiga enormemente a la clase media estadounidense, que sufre la deslocalización de sus empleos y la competencia de los inmigrantes. El consejo de Francis a Buchanan para captar estos votos es pues el siguiente: abandonar los mantras sobre las virtudes del libre mercado y la importancia de la religión y prometer más bien combatir la oligarquía transnacional, para devolverle al estadounidense medio el lugar que le corresponde en su país. El paleoconservadurismo propone así recuperar ciertos principios de la vieja derecha estadounidense, aislacionista hasta la designación de Dwight Eisenhower para la candidatura republicana en 1952 contra Robert Taft, y más tarde proteccionista hasta la elección de Ronald Reagan en 1981.

Siguiendo en parte sus consejos, Buchanan ganó las primarias en cuatro estados en 1996 sobre la base de un programa hostil al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (tlcan). Pero el mensaje era aún prematuro: las consecuencias de la mundialización apenas comenzaban a hacerse sentir. Cuando Trump habla de retomar el control de las fronteras, se dirige a una clase media que sufrió la deflagración de la Gran Recesión de 2008. Reactivando la herencia del paleoconservadurismo, la Alt-Right busca acelerar la recomposición del campo político en curso, donde las «guerras de fronteras» estarían reemplazando a las «guerras de valores», resume Michael Lind, politólogo del think tank New America.

Desde el fin de la Guerra Fría y la desaparición del enemigo soviético que permitía unificar todas las tendencias, el Grand Old Party (gop) –como se denomina al Partido Republicano– trató de reinventarse sobre la base de una cruzada moral, especialmente abrazando los combates de la derecha religiosa. El triunfo de Trump –conocido por sus posiciones proaborto– en las primarias de los estados del Sur firma el fracaso de esta estrategia. «Trump y la Alt-Right parecen comprender que las guerras culturales sobre el aborto y el matrimonio homosexual son contraproducentes. (…) El futuro, en eeuu y en el mundo, será definido por la oposición entre mundialistas y antimundialistas», predice un joven doctorando llamado Peter Calautti, en un artículo publicado en el sitio Vox y titulado «I’m a phd Student, and I can’t Wait to Vote for Donald Trump». [Soy doctorando y estoy ansioso por votar a Donald Trump].

Bajo esta visión, el Partido Republicano, cuyo «único caballito de batalla son los beneficios fiscales para los ricos y las guerras sin fin en Medio Oriente», debe ser «destruido, ya que no representa a nadie excepto a la clase de sus aportantes», concluye. En esta perspectiva, Trump es «un arma. Voto por él ante todo para castigar a los republicanos».

A la defensiva, los conservadores estadounidenses observan con preocupación el avance de estos nuevos invasores. «Al principio, la Alt-Right estaba confinada a la sección de comentarios de diversos sitios de internet, luego se trasladó a Twitter, luego creó sus propios sitios, y ahora sus ideas ¡se publican y defienden en sites vinculados al movimiento conservador y al Partido Republicano!», señala molesto el periodista conservador Matthew Continetti en Commentary Magazine. De hecho, la publicación conservadora The Federalist publicó «Una defensa intelectual de Trump».

LOS GUARDIANES DEL TEMPLO CONSERVADOR, DESARMADOS

Continetti añora la época en que las fronteras del conservadurismo estadounidense «legítimo» estaban bien cuidadas, en particular por el ensayista William F. Buckley. Lanzada en 1955 en medio de la Guerra Fría, su National Review sirvió entonces de matriz para la refundación de un conservadurismo moderno que fusionaba el liberalismo económico movilizado desde la década de 1930 contra el New Deal con el tradicionalismo de los valores morales y el anticomunismo. En la historia idealizada del conservadurismo tal como la relata Continetti, la mítica revista supo a la vez expulsar a los reaccionarios, los conspiracionistas y los antisemitas que pululaban a la derecha, recibiendo a «nuevos conversos» del otro lado, tales como la primera generación de neoconservadores anticomunistas que abandonaron un Partido Demócrata considerado demasiado complaciente con la Unión Soviética. Mientras que este nuevo movimiento conservador se apoderó del Partido Republicano en 1964, con la designación de Barry Goldwater como candidato a las presidenciales, la National Review siguió haciendo de árbitro, defendiendo especialmente a Richard Nixon contra el populismo sudista del candidato George Wallace en 1968.

Incluso después de que el conservadurismo moderno llegara al poder con la elección de Reagan en 1981, la revista no cesó en su trabajo de «vigía», excluyendo especialmente a los paleoconservadores demasiado antibelicistas en las décadas de 1990 y 2000. Lógicamente, la revista icónica tomó posición «contra Trump», tal como lo indica el dossier del número de febrero de 2016 que se esfuerza en demostrar que el millonario neoyorquino no es un «verdadero conservador». «Pero ¿qué peso tiene una revista en la era de internet?», se desespera Continetti. «Durante mucho tiempo, el conservadurismo se pareció a la Iglesia católica: el papa Buckley publicaba bulas y excomulgaba a los herejes. Pero hoy el conservadurismo se parece más al islam, con un número ilimitado de mulás que difunden fetuas contradictorias».

En realidad, la afirmación según la cual la Alt-Right o el trumpismo constituirían una ruptura inédita con el «verdadero conservadurismo» moderado, pragmático y tolerante, muy apreciado por la National Review, es altamente discutible. El conservadurismo tan respetable de su fundador, Buckley, no estaba exento de racismo y antidemocratismo. En su editorial «Por qué el Sur debe dominar», de 1957, fustiga al movimiento por los derechos civiles y el sufragio universal en estos términos: «¿Tiene derecho la comunidad blanca del Sur a tomar las medidas necesarias para dominar política y culturalmente allí donde no domina numéricamente? La respuesta simple es sí; porque, por el momento, es la raza avanzada». Y la revista que critica hoy el «populismo» de Trump nada tenía en 2008 contra el de Sarah Palin, actualmente defensora entusiasta del millonario.

La National Review, en realidad, siempre hizo malabares entre las diferentes tendencias de la derecha. Si bien se sumó finalmente al bando de los neoconservadores, los paleoconservadores aislacionistas pudieron expresarse allí durante mucho tiempo. E incluso tras su «expulsión», el nacionalismo blanco resurgió en sus columnas bajo otras firmas. Algunos de los colaboradores movilizados en el dossier «contra Trump» no son mucho menos racistas y conspiracionistas que él, empezando por Glenn Beck, el polemista estrella del Tea Party que logró hacerse despedir de Fox News debido a sus reiterados derrapes. La misma convivencia ideológica se percibe en el seno del Partido Republicano, enfrentado a un dilema similar: ¿defender el conservadurismo «ideológico» ultraliberal de sus aportantes o el más «populista» de los electores? En 2008, el compromiso había sido designar a Palin como vicepresidenta, en la boleta con John McCain.

«Si los republicanos detestan tanto a Trump, no es porque traicione los fundamentos ideológicos del conservadurismo o porque tenga un estilo demasiado provocador, sino porque hicieron, en 2006, un análisis lúcido de su ocaso electoral. Comprendieron que, en un país donde los blancos serán pronto minoría, el nacionalismo blanco es una estrategia condenada al fracaso que está acabando con el partido», nos explica el militante socialista Paul Heideman, doctor en Estudios Estadounidenses. «Pero sus ideas se inscriben perfectamente en la historia de la derecha de eeuu».

Así, el nacionalismo blanco no es sino una forma entre otras del conservadurismo estadounidense. «Algunos conservadores critican el libre mercado, otros lo defienden. Algunos se oponen al Estado, otros lo protegen. Algunos creen en Dios, otros son ateos. Algunos son localistas, otros nacionalistas y otros incluso internacionalistas. Algunos, como Burke, son las tres cosas a la vez. Pero se trata de improvisaciones históricas –tácticas y sustanciales– sobre un mismo tema», escribe Corey Robin en su obra The Reactionary Mind [La mentalidad reaccionaria]4. ¿Cuál es el tema? «La idea de que algunos son más capaces de gobernar a los demás y que deberían hacerlo», escribe. «La tarea contrarrevolucionaria de la derecha sigue siendo la misma: contra el llamado a la libertad y a la igualdad de los revolucionarios o reformistas de izquierda, reforzar las murallas del privilegio. De la Revolución Francesa al New Deal, del movimiento por los derechos civiles a la liberación de las mujeres, los conservadores defendieron siempre las jerarquías sociales, otorgando derechos a algunos y deberes a la gran mayoría».

¿Cómo sumar a las masas a un proyecto elitista que las perjudica? En esto radica la dificultad del conservadurismo en un régimen democrático. La respuesta sigue siendo la misma desde el siglo xix: creando o reforzando otras jerarquías, de razas o de género, ya sea en la fábrica, en el campo o en el seno de la familia. «Con nosotros, las dos grandes divisiones de la sociedad no son los ricos y los pobres, sino los blancos y los negros», afirmaba ya el esclavista John C. Calhoun. El militante por los derechos civiles W.E.B. Du Bois lo formulaba de otra manera cuando consideraba que en los tiempos de la esclavitud incluso el blanco más pobre cobraba un «salario psicológico», producto de su superioridad respecto de los negros.

LOS CUCKSERVATIVES EN LA MIRA

El «verdadero conservadurismo» puede hacerse el asustado, pero siempre se alimentó de sangre nueva, movilizando una retórica populista y radical contra la incuria de las elites. Burgués, irlandés y católico, el padre del conservadurismo moderno angloestadounidense, Edmund Burke, era un outsider del establishment británico del siglo XVIII. El propio Buckley se hizo conocer lanzando ataques virulentos contra la hipocresía del establishment progresista y presentando el conservadurismo como una rebelión contra el orden establecido.

«El talón de Aquiles del conservadurismo es su victoria», resume Corey Robin. «Cuando derrota a la izquierda, pierde su energía agresiva». Ahora bien, no solo el fin de la Guerra Fría eliminó a su adversario comunista, sino que prácticamente ya no tiene adversarios en la izquierda con la conversión del Partido Demócrata a la mayoría de sus dogmas presupuestarios, librecambistas y securitarios bajo el mandato de Bill Clinton. Desde entontes, el Partido Republicano no dejó de ampliar su ventaja. «El partido no dejó de derechizarse desde la ‘revolución republicana’ de 1994, año en el que arrasó con 54 bancas en la Cámara de Representantes bajo la dirección de Newt Gingrich», explica Pap Ndiaye, director del Departamento de Historia del Instituto de Estudios Políticos de París. «Incorporó primero a los extremistas de la derecha religiosa, luego en 2010 dio un nuevo salto a la derec7ha absorbiendo a los radicales del Tea Party».

He aquí la paradoja: el triunfo del conservadurismo lo vuelve vulnerable al torbellino de estos nuevos outsiders combativos, cuyo terreno de juego son, prioritariamente, las redes sociales. Ya que si bien la extrema derecha norteamericana tiene sus cabezas pensantes, también tiene su ejército de trolls. Abiertamente racistas, homofóbicos y misóginos, estos jóvenes ciberactivistas anónimos no se toman la molestia de reforzar sus raídes digitales y sus montajes photoshop con argumentos pseudocientíficos o filosóficos. Los «intelectuales» los consideran sin embargo una fuerza de choque indispensable para librar su batalla cultural contra lo políticamente correcto.

En tanto subcultura web, la historia de la Alt-Right es así indisociable de la de los imageboards, esos foros con imágenes anónimas, el más famoso de los cuales es 4chan. La ausencia de moderación y el anonimato que distingue a 4chan de las redes sociales habituales transformó el sitio inicialmente concebido para recibir discusiones relativas al animé (los dibujos animados japoneses) en un vertedero misógino, racista y homofóbico. Laboratorio de memes y hormiguero de complots, el sitio que vio nacer a los anonymous y los lolcats se convirtió rápidamente en semillero de reclutamiento para los supremacistas blancos. Escenario de burlas crueles, 4chan desarrolla nuevas técnicas de ciberacoso, que se dejaron ver de manera espectacular en agosto de 2014, durante el «Gamergate», cuando la desarrolladora Zoe Quinn y la feminista Anita Sarkeesian fueron atacadas por la nebulosa geek-machista debido a su denuncia de la misoginia en la industria de los videojuegos. Finalmente expulsados de 4chan, los gamergaters se trasladaron a un sitio aún menos regulado, 8chan, donde reciben la adhesión y el apoyo de reaccionarios y masculinistas de toda calaña. La controversia inicial se terminó aplacando, pero la maquinaria de guerra Alt-Right está lista para la batalla.

¿Su adversario? La neorreacción lo llama «la Catedral»; la Alt-Right, «la Sinagoga». Denominan así al complejo cultural compuesto por las prestigiosas universidades de la Ivy League, el New York Times y Hollywood, que organizaría el consenso universal-igualitarista en el debate público. En otras palabras, serían los productores de lo políticamente correcto los que impedirían difundir «la verdad» sobre el fracaso de la democracia, la influencia de los judíos, el peligro musulmán o la importancia de la raza.

Favorito del Gamergate y seguidor incondicional de Trump, Milo Yiannopoulos, el joven periodista exuberante del sitio conservador Breitbart, antepone además el deseo lúdico de rebelarse contra ese reino de lo políticamente correcto para minimizar la naturaleza realmente racista del movimiento: «Así como a los jóvenes de los años 1960 les gustaba escandalizar a sus padres con la promiscuidad, el cabello largo y el rock and roll, las jóvenes brigadas de memes de la Alt-Right escandalizan a las viejas generaciones con caricaturas ultrajantes. ¿Son verdaderos extremistas? No más que los fans del death metal de los años 1980 eran verdaderos satanistas», relativiza en su «guía» sobre la Alt-Right para conservadores del establishment titulada An Establishment Conservative’s Guide to the Alt-Right. Palabra de conocedor: el provocador profesional, expulsado en julio de 2016 de Twitter por haber impulsado la campaña de ciberacoso contra la estrella de la película Cazafantasmas Leslie Jones, había dado una conferencia en abril de ese año titulada «El feminismo es un cáncer», tras haber sido llevado al escenario en un trono por estudiantes con gorras con la leyenda «Make America Great Again». Convertido en una suerte de embajador mediático del movimiento, Yiannopoulos asegura que los verdaderos supremacistas fanáticos no representan sino un sector minoritario, utilizado para desacreditar al movimiento. Ello no implica que aun cuando los militantes abiertamente neonazis sean efectivamente marginales, los sitios supuestamente más frecuentados estén también llenos de «pruebas científicas» de la desigualdad racial y de «complots judíos».

Pero casi más que las feministas, los judíos y los árabes, los objetivos privilegiados de la Alt-Right son los conservadores modernos, asustados por Trump y aterrorizados por la idea de ser acusados de racismo, a quienes considera intoxicados por las mentiras izquierdistas sobre la igualdad de sexos y razas. Inventaron un insulto para ellos: «cuckservative». Tomado de una escena del género pornográfico en la que aparece un hombre generalmente blanco mirando a su mujer generalmente blanca acostarse con un hombre generalmente negro, este neologismo nacido de la fusión entre «cornudo» [cuckold] y «conservador» designa al conservador que mira, impotente, cómo la civilización blanca es engañada por lo políticamente correcto y el multiculturalismo.

El desprecio por los tibios de su propio bando y la admiración por las estrategias victoriosas de sus adversarios progresistas son rasgos que suelen encontrarse en la historia del conservadurismo. En sus Consideraciones sobre Francia (1797)5, el padre de la filosofía contrarrevolucionaria, Joseph de Maistre, dividía a la aristocracia en dos categorías: los traidores y los idiotas, mientras que mostraba su respeto por la voluntad y la fe de los jacobinos. En La conciencia de un conservador, Barry Goldwater dirigía su cólera no contra los demócratas sino contra la cobardía del «establishment republicano» que se siente «obligado a disculparse por su instinto conservador»6. Del mismo modo, Greg Johnson no duda en afirmar que «el episodio más glorioso de la historia estadounidense es el de su movimiento obrero», mientras que Richard Spencer no tiene palabras lo suficientemente duras como para deplorar el antiintelectualismo de los conservadores: «Para estimularme intelectualmente comencé leyendo a los autores del pensamiento crítico, Marx, Gramsci, la Escuela de Fráncfort, Adorno», cuenta quien califica a Buckley de loser, evocando la irreductible diferencia genética entre judíos y no judíos…

Sin embargo, desempeñar el papel del outsider iconoclasta que hace tambalear el orden establecido no basta para lanzar un movimiento conservador. Es necesario además poder interpretar el papel de la víctima desposeída de un bien, un estatus o una autoridad. En efecto, la experiencia o el temor de la pérdida es el estado afectivo fundamental sobre el cual se construye la ideología conservadora, formulada como promesa de recuperación y restauración. ¿El eslogan del Tea Party? «Take it back». El sentimiento de pérdida suele ser provocado por los avances de un movimiento de protesta y emancipación: «Es lo que sentían los empleadores en los años 1930, los supremacistas blancos en los años 1960 y los maridos en los años 1970», escribe Corey Robin. Sin ser de una dimensión comparable, el nacimiento en 2013 del movimiento antirracista Black Lives Matter [Las vidas de los negros importan] contra la violencia policial energiza hoy a los nacionalistas blancos, que dominan perfectamente la figura retórica de la inversión victimaria: «Solo a los blancos se les pide no preferir su propia raza. Los negros, los mexicanos, los judíos y los demás tienen derecho –y son incluso alentados– a formar organizaciones exclusivas y perseguir sus intereses particulares», se queja Richard Spencer en su sitio. «Solo los blancos son denunciados como ‘racistas’ si lo hacen. Se les pide a los blancos ceder unilateralmente en un mundo competitivo y hostil». Los militantes de Black Lives Matter que reclaman la igualdad efectiva ante la policía y la justicia son considerados «directamente responsables de actos de terrorismo», mientras que los hombres blancos heterosexuales instruidos de la Alt-Right que sueñan con la depuración étnica y la restauración del orden social serían «herejes» perseguidos por una oligarquía izquierdista bien pensante. ¿Quién dijo que la victimización era patrimonio de la izquierda?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.