¿La democracia es una ficción o una vivencia real entre los pueblos de América Latina? Suele afirmarse que la democracia es el gobierno del pueblo y para el pueblo. ¿En qué parte del mundo “democrático, occidental y cristiano” gobierna el pueblo? ¿Acaso porque dio un voto en el proceso electoral, realmente, es parte del grupo gobernante “democráticamente” elegido? ¿O el proceso democrático para ejercer el derecho a elegir y ser elegido, forma parte del engaño colectivo?
Lo que ocurre en la realidad eleccionaria es una deformación de la democracia. En el caso ecuatoriano, para algo más de 13 millones de votantes, no es lógico que se hayan creado 276 movimientos y partidos políticos si, científicamente probado, sólo existen dos corrientes ideológicas: izquierda y derecha con sus respectivas subdivisiones, pero en este país de tierna, insuficiente y raramente entendida democracia, en la mayoría de los casos, sin conciencia ideológica o con su total desconocimiento, se reúnen unos cuantos amigos con intenciones figurativas y deciden constituir un partido o movimiento político. ¿Qué importan las ideologías y una cabal comprensión de la democracia?
“Desde el nivel de la teoría -casi universal- suele afirmarse que la democracia no es otra cosa que una forma de gobierno del Estado donde el pueblo es el dueño del poder y lo ejerce mediante mecanismos legítimos de participación en la toma de decisiones políticas.
El término democracia es extensivo a las comunidades o grupos organizados donde todos los individuos tienen el derecho de participar en la toma de decisiones con igualdad ante la ley. Debe destacarse que sólo el pueblo organizado puede y debe participar con sus presencia y acciones en la toma de decisiones del gobierno que ejerce el poder en representación de la ciudadanía, pero lo cierto es que esto ocurre en la teoría, pues en la práctica, los pueblos se organizan en protestas y manifestaciones para rechazar algunas acciones gubernamentales y ser escuchados. Sin embargo, el Estado tiene una serie de aparatos represivos para reprimir y silenciar a los pueblos que se manifiestan en contra de las decisiones de determinados gobiernos.
El mecanismo fundamental de participación de la ciudadanía es el sufragio universal, libre y secreto, a través del cual se elige a los representantes para un período determinado. Las elecciones se llevan a cabo por los sistemas de mayoría, representación proporcional o la combinación de ambos, según Arellano.
Sin embargo, la existencia de elecciones no es indicador suficiente para afirmar que un gobierno o régimen es democrático. Se hace necesario que se conjuguen otras características. Revisemos algunas de ellas que propone el profesor de Historia Frank Arellano:
La democracia puede ser entendida como una doctrina política y como una forma de organización social. Entre muchas de sus características, se pueden mencionar las siguientes:
El principio de soberanía popular
En los sistemas democráticos el poder se deriva del consentimiento del pueblo. Son los ciudadanos a través del voto universal, libre y secreto quienes eligen a sus representantes para llevar a cabo las funciones de gobierno.
El Estado de derecho
Tener una Constitución Política y respetarla es fundamental en los sistemas democráticos. Se acatan las normas consagradas en la constitución. Asimismo, rige el precepto de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley.
Libertades individuales y sociales
La libertad de prensa y opinión son fundamentales, así como también la libertad de las personas para crear asociaciones cívicas, económicas, culturales o partidos políticos.
División de poderes
Las democracias contemplan la separación de poderes en órganos legislativos, ejecutivos y judiciales para evitar la concentración de la autoridad en un individuo o en pequeños grupos de personas.
Respeto por los derechos humanos
Los gobiernos democráticos defienden los principios expresados en la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU. Además, se comprometen a garantizar representación a las minorías, así como a grupos e ideologías disidentes.
Democracia representativa o indirecta
La democracia representativa, también llamada indirecta, es aquella donde los ciudadanos ejercen el poder político a través de sus representantes, elegidos mediante el voto, en elecciones libres y periódicas.
De este modo, el ejercicio de los poderes del Estado y la toma de decisiones deberá expresar la voluntad política que los ciudadanos han hecho recaer sobre sus dirigentes.
La democracia representativa es el sistema más practicado en el mundo, como en México, por ejemplo. Las democracias liberales, como la de los Estados Unidos de América, suelen funcionar dentro del sistema representativo.
Democracia directa
La democracia directa fue el modelo original de la democracia, practicado por los atenienses en la Antigüedad. Se dice que existe una democracia directa o pura cuando son los mismos ciudadanos, sin intermediación de representantes, los que participan en la toma de decisiones de carácter político.
Dicha participación se ejerce a través del voto directo, el plebiscito, el referéndum y la iniciativa popular, entre otros. Hoy en día, este tipo de democracia luce inviable como sistema nacional debido a la masificación de la sociedad.
Sin embargo, este modelo inspira el funcionamiento de pequeñas organizaciones comunitarias como parte de una realidad local y puntual. Por ejemplo, asambleas vecinales o ciudadanas.
Democracia participativa
La democracia participativa es un modelo de organización política que pretende otorgar a los ciudadanos una mayor, más activa y más directa capacidad de intervención e influencia en la toma de decisiones de carácter público mediante mecanismos adicionales al voto.
Al menos teóricamente, la democracia participativa, se considera una variante de la democracia directa. Pretende incorporar al ciudadano en la vigilancia y control de la aplicación de las políticas públicas y procura que los ciudadanos estén organizados y preparados tanto para proponer iniciativas como para expresarse a favor o en contra de una medida.
Democracia liberal
La democracia liberal se respalda en modelos de gobierno representativo que aspiran a seguir los principios del liberalismo clásico. Por ello enaltece el respeto de las libertades individuales, la libertad económica y el poder limitado del gobierno.
Las democracias liberales procuran establecer equilibrios entre los poderes del Estado y la ciudadanía, así como también otorgan protección a las minorías ante el poder de las mayorías.
Socialdemocracia
La socialdemocracia propone la búsqueda de mayor equidad económica y social entre ciudadanos respetando las instituciones del Estado democrático, sin destruir el funcionamiento de la economía capitalista. Por tanto, persigue cambios graduales mediante la regulación del mercado, el cobro de impuestos y la creación de programas públicos que ayuden a distribuir de la riqueza.
En su origen estuvo emparentada con el marxismo. Sin embargo, los socialdemócratas deseaban instaurar el socialismo a través de una transición pacífica y no revolucionaria. Después de la segunda mitad del siglo XX, estos se hicieron más moderados y su intención ahora se relaciona con el funcionamiento eficiente del Estado de bienestar.
Democracia cristiana
La democracia cristiana mezcla valores tradicionales del cristianismo con ideas democráticas modernas. En el aspecto social, defiende valores sociales conservadores, como la prevalencia de la unidad familiar.
Por otra parte, aunque la democracia cristiana cree en el derecho a la propiedad privada y su postura es contraria a las revoluciones de izquierdas, aboga por el bienestar económico a través de una robusta regulación del mercado y de las relaciones laborales.
Ejemplos de democracia
En las sociedades modernas, la práctica democrática por excelencia se ejerce cuando hay elecciones para elegir representantes. Los ciudadanos entonces se manifiestan mediante el voto para elegir presidente, legisladores, alcaldes, prefectos concejales y consejeros, juntas parroquiales en el caso ecuatoriano. Es decir que democracia es acto electoral
Suele afirmarse que los procesos electorales devienen en concursos de ofertas como si los candidatos fuesen mercaderes de bazares. Se impone la demagogia con promesas que los triunfadores jamás las cumplen o las cumplen muy poco, pero, además, los que ganan las elecciones gastan mucho dinero en costosas campañas y uso de todos los medios de comunicación a su alcance, pero no siempre el que más gasta, triunfa en las elecciones. ¿Si gana una elección, el candidato triunfante recupera sus inversiones, con los debidos intereses?
Las elecciones o procesos electorales pueden devenir en una farsa o en un engaño de la democracia electorera.
De allí que las críticas a la democracia son intensas y extensas Para una crítica de la democracia en América Latina el politólogo y analista, Nicolás Lynch sostiene: Abordar la cuestión democrática en América Latina es escribir sobre una situación de emergencia. A pesar de las transiciones democráticas de los últimos cuarenta años, del giro a la izquierda de los últimos veinte y de la contraofensiva neoliberal, existen amenazas y realidades de dictadura, intervención militar, golpe de Estado, migraciones masivas, control de amplias zonas de la región por bandas criminales —todas situaciones ajenas a un régimen mínimamente democrático—. Es decir, prevalecen en la región desafíos inéditos que ponen en peligro la precariedad actual y el conjunto de los avances logrados en los cien años más recientes.
Romper con la visión eurocéntrica de América Latina que la entiende en el mejor de los casos como una prolongación del mundo occidental (Rouquié, 1997) y, en el peor caso, como su “patio trasero” o zona de ocupación económica y, eventualmente, militar, por parte del imperio.
Pero romper con esta perspectiva tiene sentido si nos permite explicar el problema central de la región, que consiste en la desigualdad y la pobreza seculares. Una desigualdad y una pobreza que cuestionan su existencia misma e, incluso, su identidad y a partir de las cuales suelen declarar a América Latina una tierra ignota…
Carlos Franco (1998) repetía que América Latina y, en especial, el debate académico desarrollado en este lugar, habían olvidado la teoría de la dependencia justo cuando esta región se había vuelto más dependiente; es decir, cuando más la necesitábamos. Semejante paradoja, que ha continuado hasta entrado el siglo XXI, solo se explica por la fuerza de la hegemonía ideológica neoliberal entre nosotros. Tanto es así que la mayor parte de los análisis sobre la democracia evitan tomar en cuenta la condición dependiente y, cuando esta es mencionada, la señalan como el rezago de un pensamiento de otros tiempos.
Para debatir sobre un tema eje como es el papel de la impronta nacional-popular en la democratización latinoamericana, hay que comenzar, según plantean Carlos Franco (1998) y José Nun (2000), por las condiciones de la importación de la idea de democracia en la región. Se trata, primero, del influjo de la Constitución de Cádiz de 1812 en las nacientes repúblicas de lo que vendría a ser América Latina. Esta influencia brinda a las distintas constituciones un conjunto de ideas liberales sobre derechos e instituciones políticas, tal como señala para el caso peruano Cristóbal Aljovín de Losada (2018); de igual forma podría decirse para la totalidad de América Latina.
El camino de la democratización latinoamericana ha tenido, sin embargo, en la historia contemporánea de la región, la grieta de las dictaduras militares de las décadas de 1960, 1970 y 1980. De manera similar que, con otros fenómenos, las dictaduras no se dieron en todos los países ni fueron en todas partes del mismo signo, pero marcaron la política latinoamericana de una manera tal que influenciarían a las democracias posteriores y sus posibilidades a futuro.
La dictadura abierta es el régimen político que ha existido la mayor parte del tiempo en América Latina desde la Independencia, hace 200 años y a pesar de los gobiernos dictatoriales, generalmente militares ordenados por Estados Unidos (departamentos de Estados y del Pentágono) en el siglo XXI se ha recuperado la democracia con todas sus virtudes y defectos, con pocos aciertos y múltiples falencias como la extensión de las desigualdades y pobrezas para las inmensas mayorías.
Lynch considera que el giro a la izquierda es la llegada al poder de un conjunto de gobiernos progresistas en la región y el tercer gran momento democratizador de América Latina. Se pueden hacer diversos cortes para establecer su periodización, pero, el más preciso es el que señala su inicio a fines de 1998, con la victoria electoral de Hugo Chávez en Venezuela, hasta mayo de 2016, con el golpe parlamentario contra Dilma Rousseff en el Brasil. En América Latina, los procesos democráticos progresistas siempre han sido interrumpidos por Estados Unidos porque donde manda el imperio, el capitán se calla.
Otro vínculo importante entre elecciones y democracia reside en la posibilidad de que la ciudadanía elija como sus gobernantes a los candidatos y partidos de su preferencia. Además de los mecanismos ya explicados, para hacerlos responsables política y legalmente, es más fácil lograr su legitimidad cuando los ciudadanos tienen la facultad de decidir quién los va a gobernar que si son designados por otros a partir de cualquier otro criterio, distinto del de la voluntad popular, como pueden ser el derecho divino de los reyes, el derecho de sangre y la herencia familiar, el poder económico o la fuerza de las armas. La legitimidad de los gobernantes electos directamente por los ciudadanos contribuye, además, a mantener la estabilidad política, pues la conformidad de los individuos suele ser mayor. En la realidad, el elector es manipulado por la propaganda política y el voto en las urnas, no siempre surge de la conciencia sino de la emotividad.
Los procesos electorales constituyen, pues, una fuente de legitimación de las autoridades públicas. La legitimidad política puede entenderse, en términos generales, como la aceptación mayoritaria, por parte de los gobernados, dé las razones que ofrecen los gobernantes para detentar el poder. En este sentido, la legitimidad es una cuestión subjetiva, pues depende de la percepción que tengan los ciudadanos acerca del derecho de gobernar de sus autoridades. Sin embargo, la legitimidad específica que prevalezca en un país determinado y en una época concreta depende de múltiples variables sociales, económicas, culturales y políticas, todas ellas surgidas en un devenir histórico particular. Así, en ciertas condiciones históricas, es más probable que algún tipo de legitimidad (o legitimidades) surja y se imponga en el escenario político. Con el tiempo, y a partir de acciones políticas concretas, de la evolución del pensamiento político y del desarrollo de la sociedad, un tipo de legitimidad, por muy arraigado que haya estado, puede minarse poco a poco hasta perder su influencia, y es entonces que será sustituido por otra legitimidad.
Desde luego, es posible que más de una legitimidad se combine para fortalecer el derecho de un régimen determinado, pero es difícil pensar que legitimidades de origen totalmente incompatible puedan convivir y complementarse. Por lo general, varias legitimidades pueden interactuar a partir de algunos principios comunes. Por ejemplo, la legitimidad por derecho divino puede combinarse con aquella emanada de la creencia en el control de fuerzas sobrenaturales, mágicas o del contacto con espíritus. También la herencia de la sangre puede complementar a la fuerza como base de autoridad. Así, conforme surgió la sociedad moderna, “un concepto central fue imponiéndose como fuente básica de la legitimidad política: la soberanía popular, entendida como la expresión mayoritaria de la voluntad de los gobernados. En otras palabras, poco a poco se impuso el principio según el cual los gobernantes sólo tendrían derecho a serlo porque la mayoría de los gobernados así lo aceptaba.
Las razones de riqueza, fuerza militar, abolengo familiar, poderes mágicos o vínculos con la divinidad, entre otras, dejarían de ser consideradas como válidas para justificar el ejercicio del poder.
La soberanía popular pudo expresarse a través de diversas modalidades, que permitieron legitimar a una variedad de regímenes políticos de la modernidad. Así, el ejercicio del poder en favor del interés colectivo y popular se convirtió en la fuente fundamental de legitimidad. En algunos casos, no se tomaría en cuenta la forma de acceso al poder, siempre y cuando se hiciera en nombre de la soberanía popular y, en principio, se gozara del apoyo mayoritario de la población. Así, regímenes surgidos de una revolución o de un golpe de Estado, pero que enarbolan banderas populares de igualdad y justicia social, han podido gozar durante años de una legitimidad básica para gobernar, aunque en sí mismos no cumplan ninguna de las condiciones de la democracia política.
En otros casos, se desconfía de cualquier poder centralizado, así se haya encumbrado en nombre del pueblo y de las justas causas populares, pues se presume que incluso en ese caso, si no hay contrapesos y límites al poder de los gobernantes, poco a poco se llegará al abuso y a la arbitrariedad de los poderosos. Por lo mismo, en ese caso la única fuente de legitimidad aceptada es la asunción al poder por vía de la competencia frente a otros grupos y candidatos, bajo reglas previamente establecidas, y aplicadas en condiciones de igualdad, pues sólo así se podrá contener el poder del gobierno y limitar su acción dentro de fronteras convenientes y seguras para los gobernados. Cuando se ha llegado a esa conclusión, las elecciones democráticas se erigen en una fuente fundamental e imprescindible de legitimidad política.
En consecuencia de lo anotado, se puede concluir que la mejor democracia es la que nace de los pueblos, de la que viven o quieren vivir los pueblos. El mejor gobierno es el que resulte elegido en las urnas, pero esto no ocurre siempre. El mejor mandante será el que se identifique plenamente con las necesidades, aspiraciones y sueños de los pueblos y que trabaje y luche para que las necesidades sentidas por las masas, se tornen en realidades.
“Los procesos electorales constituyen, pues, una fuente de legitimación de las autoridades públicas. La legitimidad política puede entenderse, en términos generales, como la aceptación mayoritaria, por parte de los gobernados, dé las razones que ofrecen los gobernantes para detentar el poder. En este sentido, la legitimidad es una cuestión subjetiva, pues depende de la percepción que tengan los ciudadanos acerca del derecho de gobernar de sus autoridades. Sin embargo, la legitimidad específica que prevalezca en un país determinado y en una época concreta depende de múltiples variables sociales, económicas, culturales y políticas, todas ellas surgidas en un devenir histórico particular. Así, en ciertas condiciones históricas, es más probable que algún tipo de legitimidad (o legitimidades) surja y se imponga en el escenario político. Con el tiempo, y a partir de acciones políticas concretas, de la evolución del pensamiento político y del desarrollo de la sociedad, un tipo de legitimidad, por muy arraigado que haya estado, puede minarse poco a poco hasta perder su influencia, y es entonces que será sustituido por otra legitimidad.
Desde luego, es posible que más de una legitimidad se combine para fortalecer el derecho de un régimen determinado, pero es difícil pensar que legitimidades de origen totalmente incompatible puedan convivir y complementarse.
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